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Daniel Capó FdV

El trasiego sentimental

El poder busca halagar nuestra inteligencia, sostiene el filósofo Byung-Chul Han, pero todavía más pretende agasajar nuestras emociones. No siempre ha sido así. En la política española el cambio resulta evidente a partir de Rodríguez Zapatero, que instauró la ideología del buenismo. Para definirlo de forma breve, el buenismo defiende que los sentimientos constituyen la fuente principal de derecho. El peso de la historia, la razón crítica, la necesidad de equilibrar lo utópico con la realidad..., nada vale ante el apremio emocional. De este modo, los derechos se multiplican precisamente porque se alimentan de los deseos frustrados de la ciudadanía. Para Byung-Chul Han es importante comprobar cómo al poder le interesa "limitar el espacio del pensamiento", que se sustituye por una impulsividad de carácter distinto, a menudo narcisista, con rasgos hedónicos. Las nuevas tecnologías, como altavoces de la propaganda, facilitan ese trasiego sentimental que se expone en público a todas horas. En un artículo publicado hace unos días en "El País", el analista José Ignacio Torreblanca cita al filósofo surcoreano para concluir que "las redes sociales no sirven para organizar la solidaridad ni para generar reflexión conducente a la acción, sino para comerciar con nuestras emociones. Nuestras emociones, tan auténticas y loables, son la materia prima (que encima suministramos gratuitamente) de un inmenso negocio consistente en recopilar dichas emociones, estudiarlas, agregarlas y así vender a otros la información con la que nos pueden ofertar productos de consumo". Sospecho que muy pronto también las redes sociales se convertirán en fuente de derecho.

El tema clave, en efecto, pasa por saber de qué manera el bombardeo incesante de los sentimientos permite articular algún tipo de política con sentido. Los eslóganes repetidos, sin un contexto claro que sirva de contrapeso, inducen a estados de ánimo volátiles. Se trata, según el sociólogo Zygmunt Bauman, del triunfo del pensamiento líquido: nada es consistente, nada perdura. Un buen ejemplo son las continuas campañas que anuncian catástrofes de todo tipo o revoluciones imparables: de la caída del capitalismo global en 2008 a la quiebra del euro, del Grexit al Catexit, de la moda Pablo Iglesias al momento Albert Rivera. Las narrativas que sustentan todos y cada uno de estos discursos resultan con frecuencia endebles y mutan a la velocidad del último trending topic. Igualmente, el consumismo actúa como una máquina generadora de necesidades falsas, que solo responde al capricho. Nuestra libertad, diríamos, se ha vuelto caprichosa.

Desde otra perspectiva, un artículo reciente en "The New York Times" reivindicaba la vuelta a la clase magistral. Tiene cierto sentido. No hay que retornar al pasado, sino subrayar cómo la cultura del aforismo sentimental conduce al eclipse del pensamiento argumentado. O lo que es lo mismo, redescubrir que los sentimientos y la razón no son antitéticos, sino que se complementan dentro de un orden. En la información, como en el conocimiento, hay gradaciones que deben respetarse. El dolor por la muerte de un niño sirio de tres años en una playa de Turquía suscita una legítima movilización; pero, sin una aritmética de lo posible, la respuesta de los gobiernos termina en el cajón de las frustraciones. Los nuevos populismos reclaman incrementos en las pensiones y rebajas en la edad de la jubilación sin calcular los efectos de sus exigencias a una o dos generaciones vista. Los límites de la razón ponen coto a los excesos. No puede ser de otro modo. Y ahí reside la responsabilidad de los medios de comunicación, de la clase política, de los colegios y de las universidades. El bien común no es una mercancía. Ni puede ser tratado como si fuera solo un estado emocional.

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