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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Un barcelonés se independiza

Un vecino de Barcelona obtuvo el otro día la independencia, aunque el hombre -o la mujer- no la haya declarado oficialmente. Ni falta que hace.

Quienquiera que sea, el ganador del bote récord de 101 millones de euros en la Primitiva podrá ejercer a partir de ahora su soberanía personal -mucho más importante que la nacional-, el libre albedrío y en definitiva, la autodeterminación.

El premio ha dotado a su beneficiario del derecho a decidir si se va de vacaciones todo el año o sigue trabajando como hasta ahora, para no aburrirse. En uso de su recién adquirida soberanía, estará en condiciones de viajar adónde le plazca y cuándo le venga bien. Podrá mantener su residencia en Barcelona o establecerla en Hawái, sin más que dar la pertinente orden de pago al banco. A esto le llamamos libertad, pero es que está mal visto hablar de dinero.

Ocurre otro tanto con los países, solo que a más populosa escala. Las naciones ricas tales que, un suponer, Alemania, son las que de verdad están en situación de obrar con soberanía e incluso ordenar a las demás qué es lo que deben hacer. Si Ángela Merkel es la encargada de poner orden en Atenas o afrontar -en lugar de la UE- el problema de los refugiados que buscan asilo en Europa, ello se debe al poderío económico de su país. Ya se trate de Estados o de simples particulares, el dinero y no el texto de mármol de la Constitución es lo que les da la independencia.

A la inversa y por la misma razón, otras naciones teóricamente soberanas como Grecia, Portugal y, en general, las del sur de Europa han de someter los presupuestos de sus Estados -engañosamente soberanos- al visto bueno de sus acreedores.

Tanto da que en Portugal mande un gobierno conservador o que los griegos hayan elegido a uno de izquierda radical, como el de Syriza. A la hora de la verdad, el portugués Passos Coelho y el griego Tsipras obedecen con la misma diligencia las órdenes de los Estados con dinero suficiente para ser soberanos. Lo que digan sus electores tiene un carácter meramente consultivo.

Salvo que a uno le toque la Primitiva, la independencia es una fantasía para quienes se ven obligados a depender de un trabajo (y no digamos ya para los que ni siquiera lo tienen). Lo mismo ocurre, por supuesto, con aquellos países de economía menesterosa a los que la fortuna no ha querido bendecir con el premio de una potente industria y una sólida musculatura financiera.

De ahí que la soberanía resulte una idea más bien quimérica en un mundo tan interdependiente como el actual. Soberanos ya no parecen siquiera los Estados Unidos, que en su día hubieron de resignarse a la entrada de capital japonés en algunos de los grandes estudios cinematográficos que son el emblema de su poderío. Incluso los americanos, ciudadanos de la nueva Roma, tienen que hacerse a la idea de que el PIB de la República Popular China amenace con superar más pronto que tarde al suyo.

Ninguna de esas evidencias estorba a quienes siguen creyendo, con la fe del carbonero, en que la independencia es un bálsamo de Fierabrás capaz de resolver todos los problemas de un país; y no la piadosa ficción que a todas luces parece.

El único que de verdad se ha independizado es ese ciudadano barcelonés que ejerce su soberanía sobre 101 millones de euros. Y sin que Merkel le diga dónde gastarlos?

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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