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Un nuevo tablero

La irrupción bélica de Rusia en Siria supone una variación trascendental en el tablero internacional. Curiosamente, a cargo del mismo actor que activó de forma decisiva todo el proceso que ha desembocado en la amenaza global que en la actualidad representa el movimiento yihadista. Porque fue Moscú, con la invasión de Afganistán en la década de los años 80 del siglo pasado, quien dio carta de naturaleza a una resistencia que respaldada en aquel entonces por EE UU terminó por transformarse en los ahora denostados talibanes. La instauración del régimen integrista en aquel país y la posterior invasión por parte de Washington y sus aliados supuso un paso de gigante en la desestabilización de la región en la que el Irak de Sadam Husein ejercía de tapón de seguridad.

Sin embargo, tras los atentados del 11S, la maquinaria político-empresarial estadounidense representada por George W. Bush, lejos de replantearse su estrategia, vio la oportunidad de aumentar su control sobre las reservas estratégicas de petróleo y sin valorar las posibles secuelas y en base a mentiras procedió a desguazar por la fuerza el régimen de Bagdad. Resultado: un Estado fallido, en descomposición, vecino de otro en igual situación. Con el agravante de que la grosera intervención militar ha dado alas, con el transcurso de los años, a los extremistas radicales que se sirven del discurso contra la agresión occidental para enaltecer la necesidad de la lucha armada en defensa de un islam simplificado en aras a reclutar a todo tipo de desheredados y desesperanzados de la Tierra.

La evolución y progresiva radicalización de Al Qaeda hasta el Estado Islámico y su expansión con tentáculos por gran parte del planeta -desde África hasta Asia- es la demostración palmaria del desastre provocado por la equivocada estrategia de Washington y sus aliados, incluída la España de Aznar. A lo largo de estos años, el que Bush denominó eje del mal ha ido, además, flexibilizando su trazado en función de los acontecimientos y de las alianzas cambiantes. La caída de determinados regímenes como el libio, la guerra en Siria -donde se superponen las ofensivas de los yihadistas y de la oposición interna al régimen-, la islamización de Turquía o el reciente acercamiento de EE UU e Irán con el consiguiente resquemor del tradicional aliado saudí son algunas de los movimientos que han alterado por completo el tablero de juego.

Siria se ha convertido ahora en la pieza que se disputan múltiples y variados jugadores. Desde las diferentes alianzas árabes -los iraníes y sus socios contra los saudíes y sus aliados- hasta la tradicional disputa entre Moscú y Occidente. Porque después de años de ostracismo tras la caída del Muro de Berlín, el nuevo zar Putin ha visto la ocasión de reivindicar su puesto en el mundo ante las indecisiones de Washington y las capitales europeas. Y con la excusa de defender su única base naval en el Mediterráneo, ubicada en territorio sirio, y contribuir a la lucha contra el integrismo islámico, ha terminado por desplegar su aviación en una operación de castigo que ha sorprendido por su dureza y que, según varios indicios, no solo se limita a las posiciones del EI, sino también a los rebeldes adversarios del dictador Asad.

En un escenario tan cambiante y dependiente de tantas variables parece complicado, incluso para los analistas más expertos, aventurar en este punto la evolución de los acontecimientos. Sin embargo, en algo parece que todos están de acuerdo: nada será lo mismo con el nuevo protagonismo internacional de Moscú y la posición cada vez más pasiva de Washington, pendiente del Pacífico.

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