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Andrea y la muerte digna

Asistimos estos días a un gran debate social sobre la postura que está manteniendo el Servicio de Pediatría del Hospital Clínico Universitario de Santiago de Compostela acerca de la situación médica de Andrea, una niña de doce años que padece un grave trastorno que la ha conducido a un estado de inmovilidad absoluta y que mantiene su vida gracias al soporte vital que le presta el instrumental médico puesto a su servicio.

No es la primera vez ni tampoco será la última que una persona se halle en similar trance, pero sí debería ser una situación que contase ya desde hace tiempo con un marco normativo adecuado y seguro en su aplicación tanto para el enfermo como para el personal médico y las instituciones sanitarias. Es evidente que al final de la vida (como al inicio de la misma) se pueden producir situaciones complicadas y en las que afloran intereses y posturas condicionados por una determinada ideología, por unas ciertas normas morales, por una ética personal y también por una concreta regulación legal. Se trata de un conglomerado de posiciones que inciden en un conflicto que, en cualquier caso, debe resolver el Derecho.

Sin duda es lamentable que no se haya promulgado a nivel nacional una ley de muerte digna y que solo unas pocas Comunidades Autónomas la posean, entre ellas Galicia. También lo es que no exista, con el carácter de fundamental, el derecho a la disponibilidad de la propia vida, lo cual zanjaría cualquier duda jurídica que pudiera albergarse en casos concretos. De todas formas, sí existen leyes que permiten resolver con plena certidumbre hipótesis como la propuesta (dando por sentado que la información que manejan los medios se ajusta a la realidad). Así, la ley estatal de autonomía del paciente contiene unos principios básicos entre los que se halla el derecho del paciente a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles, así como el derecho a negarse al tratamiento. Y constituye una obligación para todo profesional que interviene en la actividad asistencial la de respetar las decisiones adoptadas libre y voluntariamente por el paciente. Por tanto, prima la autonomía de su voluntad.

Además, en Galicia contamos con una recentísima Ley 5/2015, de 26 de junio, de derechos y garantías de la dignidad de las personas enfermas terminales, aplicable a las personas que se encuentren en el proceso de su muerte o que afronten decisiones relacionadas con dicho proceso. En ella se alude al derecho a manifestar la voluntad por parte del paciente en cuanto al rechazo de procedimientos quirúrgicos, de hidratación y alimentación y de reanimación artificial, cuando sean extraordinarios o desproporcionados a las perspectivas de mejoría y produzcan dolor y/o sufrimiento desmesurados. Más concretamente se hace referencia a la voluntad de que no se implementen o de que se retiren las medidas de soporte vital que puedan conducir a una prolongación innecesaria de la agonía y/o que mantengan en forma penosa, gravosa y artificial la vida. También se recoge que el médico o la médica responsable de cada paciente, en el ejercicio de una buena práctica clínica y manteniendo en todo lo posible la calidad de vida del paciente, limitará el esfuerzo terapéutico, cuando la situación clínica lo aconseje, y evitará la obstinación terapéutica, es decir, un tratamiento terapéutico desproporcionado que prolonga la agonía de enfermas y enfermos desahuciados. Incluso, se tipifica como infracción muy grave la actuación que suponga incumplimiento de los deberes de los profesionales sanitarios que atienden a las personas enfermas terminales, siendo sancionable no solo el profesional, sino incluso el establecimiento sanitario, que puede ver revocada la autorización concedida para su actividad.

Por tanto sí existe un cierto marco regulatorio, aunque no muy preciso, dada la intrínseca naturaleza del acto médico. En cualquier caso, ante una situación vital donde no existe una expectativa de mejora, sino de empeoramiento irreversible, en que se está produciendo un intenso dolor físico y/o psíquico y en que resulta imprescindible el soporte vital proporcionado por medios técnicos para actos tan elementales como la hidratación o la nutrición, la retirada de dichos medios y el dejar que la vida siga su curso natural hacia la muerte (por supuesto combatiendo el dolor que se pueda producir, incluso con acortamiento de la vida), en absoluto puede ser censurado, pues se trata de una eutanasia pasiva admitida legalmente y que no es constitutiva de delito alguno. Por eso son tan injustas las palabras de una alta responsable política cuando afirma que no se les puede pedir a los médicos que practiquen una eutanasia activa, pues no se les está pidiendo eso en modo alguno. Y lo que resulta incomprensible, al menos para mí, es el olímpico desprecio que se ha hecho del informe del comité de ética asistencial, integrado por personal sanitario, juristas y otros profesionales. Éste se ha pronunciado a favor de retirar a Andrea la medida de soporte vital cuestionada, es decir, la nutrición e hidratación artificial por sonda que tiene, tratar los síntomas de las complicaciones o de la aparición de hambre y sed si se da el caso, plantear el apoyo de especialistas en cuidados paliativos, y en el momento en el que no puedan controlarse los síntomas de la niña, considerar la sedación paliativa como un tratamiento posible e indicado. El informe, que paradójicamente fue solicitado por el propio servicio de pediatría, también hace hincapié en cuidar a los padres de Andrea y considerar sus peticiones y preferencias. Lejos de lo anterior, al enorme dolor que les ha de plantear el solicitar infructuosamente un trato digno para su hija, aun a costa de acortar su vida, se añade una respuesta administrativa dudosamente legal. El único consuelo que les puede quedar, salvo que muden pronto los acontecimientos una vez judicializado el asunto, es el inexorable cumplimiento de la máxima de Horacio: Mors ultima linea rerum est.

* Profesor Titular de Derecho Penal

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