El resultado de las elecciones demuestra que llevar a los catalanes a una situación límite, sometiéndolos a un proceso de alto riesgo que ha enfrentado a familias, amigos y vecinos, era innecesario. Los mesiánicos dirigentes que lo alentaron, en especial los emboscados, tendrán que rendir cuentas algún día y explicar la verdad de lo que intentan ocultar con su volantazo hacia el abismo y el falso milagro que pregonaban. Ha sido una pantomima, jugar con las emociones de la gente de buena fe.

La mayoría de los votantes de Cataluña no es independentista. Los partidos que proclaman la secesión retroceden. Los rupturistas no pueden erigirse en portavoces del sentimiento de Cataluña porque más de la mitad de la población no piensa igual. Y muchísimos catalanes, como ya sabíamos, aún reconociéndose singulares y diferentes, se sienten tan españoles como los gallegos, los andaluces o los castellanos. Si de un referéndum se hubiera tratado, sin las correcciones de representatividad por circunscripciones de esta falacia, la derrota de los secesionistas habría sido todavía mayor. Así ocurrió en Escocia.

De lo que hoy debería hablarse en Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona es de la política económica, industrial y social con la que el nuevo Gobierno autonómico piensa relanzar Cataluña. De por qué habiendo dispuesto en estos años del doble de recursos que cualquier autonomía, la Generalitat es la duodécima comunidad en gasto educativo y la decimocuarta en gasto sanitario e invierte una millonada en la ensoñación secesionista y en mantener una televisión de régimen con siete canales y grupos de aduladores bien engrasados. Debería hablarse también de la baja calidad del Gobierno catalán, según las encuestas comunitarias. De resolver los problemas reales de los ciudadanos y facilitarles la vida. En cambio, hasta formar gobierno va a resultar un sainete por la ligereza y el simplismo del proceso.

El conservador Mas ha acabado por laminar a su partido. Su principal socio, Oriol Junqueras, un radical de izquierdas, afila el puñal. Aunque aliados por interés no fluyen entre ambos las simpatías. Romeva, el líder de su lista, pretende subírsele a las barbas y la CUP, izquierdistas todavía más radicales que ERC, niegan su apoyo a Mas por corrupto.

Rajoy queda tocado. Rivera y Ciudadanos, triunfadores, han arrebatado al PP la coherencia y la cordura de llamar a las cosas por su nombre sin infundir miedo, con una propuesta nueva y reformista. El PSOE de Pedro Sánchez resiste, que no es poca cosa, y Podemos se hunde, consecuencia del oportunismo y las contradicciones.

Ahora llega el momento de la responsabilidad. El de, pasado este trago, garantizar la convivencia. El de inculcar como una riqueza de las sociedades modernas las identidades múltiples no excluyentes y erradicar las animadversiones tóxicas. El de articular un proyecto ilusionante para España, y para Cataluña dentro de España, con diálogo y con los cambios que sean precisos, que permita a los españoles y a los catalanes, igual que al inicio de la Transición, encarar otros cuarenta años por delante de prosperidad, concordia y bienestar en libertad.