Los votantes catalanes están convocados para elegir hoy el Parlament. Se trata, evidentemente, de elecciones autonómicas, no tienen carácter plebiscitario como los secesionistas con su mala fe habitual pretenden.

Es razonable suponer que aunque en el Parlament sean mayoritarios no se atrevan, de momento, a declarar unilateralmente la independencia y menos aun a llevarla concretamente a buen término. No son tan ingenuos. Mientras gobierne el PP arriesgan mucho. Taimadamente esperarán el resultado de las elecciones generales y la posible ingobernabilidad de España para pescar a rio revuelto. O esperarán la formación de un Gobierno de izquierdas en Madrid que ceda en cuestiones de soberanía de gran calado.

Los independentistas siempre apuntan por elevación. Sabedores que la izquierda zombi preferirá templar gaitas que redistribuir solidariamente las sinergias regionales reequilibrando recursos gracias a la centralidad del Estado, fuerzan la máquina anticipando una coalición postelectoral PSOE-Podemos a la que los propios nacionalistas darían su apoyo a cambio de mayor autogobierno. Para afianzarse y ascender otro peldaño hacia la meta final -la independencia- en el medio plazo. Obteniendo en el corto plazo: el derecho a organizar legalmente referéndums, el blindaje de la especificidad histórica y cultural via competencias lingüísticas absolutas, el reconocimiento de Cataluña como nación y una reforma de la financiación dotándola de Hacienda propia. Es decir, Cataluña, por su hecho diferencial (al parecer, Galicia o Andalucía han sido fabricadas en serie) devendría la privilegiada ocupante de la suite royale del albergue español. A esa antesala de la independencia cantada, la izquierda zombi la bautiza federalismo asimétrico. Quede claro: unos en las suites y otros en los establos.

En el enfoque federalista se oculta, además, un elemento relevante de la dinámica secesionista que pocos se atreven a desmontar analíticamente y es, en el fondo, el impulsor histórico del proceso: el racialismo instintivo de los nazionalitaristas y su odio a todo lo español. O de todo lo catalán que parezca español. De este inmisericorde y cainita estado de ánimo colectivo para con los españoles se hizo eco Le Monde (Divorce à la catalane 25/09/20015) al transcribir las declaraciones de un taxista de origen gallego -Juan Luis Barros, que tu nombre sea por siempre honrado- nacido en Hospitalet: Cuando pase esto, a ver quién es capaz de restañar las heridas, hay una generación de catalanes que ha crecido odiando. Pero lo mejor de este gallego granítico e inteligente fue un glorioso apotegma de su autoría, brevísima y genial descripción de la realidad: Con tantas esteladas en los balcones parecemos Corea del Norte.

Imposible diálogo

El Estado autonómico solo sería viable si el juego político se decidiera entre verdaderos autonomistas. No siendo el caso, la Constitución española debe reformarse con el fin de embridar el poder de los independentistas de hoy y de mañana. Lo ha expresado sin ambages Josep Guardiola: La independencia se producirá tarde o temprano. La testaruda afirmación se nutre de la convicción que los nacionalistas saldrán reforzados en la votación de hoy habida cuenta que a falta de independencia inmediata conseguirán, a su debido tiempo, alguna concesión crucial del Estado. Un Gobierno nacional responsable tiene la obligación de enviar una señal clarísima, contundente, desengañándolos. España no es nación de quita y pon y el tribalismo y la chulería política no encuentra amparo ni en la Constitución ni en el sentido común. Además, si el desafío sedicioso les sale siempre gratis lo repetirán una y otra vez hasta que les salga bien.

Quizás por su bondad natural, inmarcesible optimismo y sentido hipercrítico de la nimiedad, constato -yo y cualquiera- lo abúlico y fácil de manipular que es el pueblo español. Probablemente, muy pocos creen lo de la independencia por ello la gente no se moviliza pero se echa en falta cierto espontáneo trapío ancestral que compensara la beligerancia independentista. Más asusta, si cabe, el clamoroso silencio de los sindicatos cuya pusilanimidad política les impide liderar, en este singular trance, la resistencia de clase contra la gran y pequeña burguesía secesionista separadora de los trabajadores españoles.

Discrepo de quienes postulan que las cosas siempre se resuelven dialogando (¿recuerdan el interesado Diàleg ja! con los terroristas de ETA?) Y discrepo, entre otras razones, porque el 90% de quienes abanderan semejante memez están divorciados. El proceso ha dejado claro que los independentistas se niegan a aceptar cualquier tipo de razón que ponga en entredicho su analfabeta vulgata. Ni siquiera aceptan algo tan evidente como la exclusión de la UE y de la zona euro en caso de secesión, la caída del 30% PIB que sufrirían por la pérdida del mercado español y otros efectos colaterales, la evidencia de un corralito, el problema de las pensiones (el 22% de los hogares catalanes viven de un pensionista) el paro masivo, la anemia de las punciones impositivas y la deslocalización de empresas.

Los argumentos económicos de la campaña del independentismo oscilaron entre la mentira y la manipulación, chapoteando en la negación descarada de los hechos y el obtuso desprecio de las razones de los catalanes contrarios a la independencia. Colmo del cinismo, los independentistas más activos y los mayores negacionistas son los economistas residentes en el extranjero -o con puestos blindados en la función pública- que no verán peligrar el puesto de trabajo y esperan altísima recompensa en una Cataluña independiente.

Nacionalismo de apellidos

En la visible tibieza, desmotivación y falta de contundente reacción de los españoles ante la chulería secesionista puede influir que se les bombardee con mensajes desmovilizadores o contradictorios de forma que ya no saben a qué santo encomendarse. Verbigracia, el otro día un editorial de diario madrileño que empezaba muy bien -y bastante bueno en el fondo- de repente se deslizó por el precipicio de la demagogia más ramplona que imaginar quepa metiendo de por medio el tópico habitual de "nación de naciones" para referirse a España y de "nación", limpiamente, refiriéndose a Cataluña ¿Puede alguien suministrarme algún ejemplo histórico de nación de naciones? No conozco ni uno. Conozco imperios de naciones, eso sí, que bien sabemos como acabaron. Si España no es una nación a secas, en opinión del susodicho editorialista, si es una cosa ambigua, amorfa, que no existe en parte alguna, menos definida que una nación plena ¿para qué defender su artificiosa unidad? Editoriales como ese desmovilizan forzosamente al pueblo férvido y mucho. Sin embargo, si el concepto de nación tiene sentido preciso está clarísimo que España es una nación como la copa de un pino, con una lengua y unas costumbres y unas instituciones y un sufrimiento común y unos triunfos compartidos y un territorio defendido que nos caracterizan históricamente. E incluso con una uniformidad bilógica que no tiene prácticamente ningún otro país europeo.

Sorprende que se revisen constantemente conceptos en las ciencias así llamadas duras y, no obstante, el polisémico, borroso, deslizante, concepto de nación permanezca sin revisión notable ni cuestionamiento de su pertinencia. Desde luego, las definiciones de Stalin o Renan no resisten ni medio soplo analítico y, en cualquier caso, se aplican con mayor pertinencia a España que a Cataluña. La Edad Media y el nacionalismo ruralista caen muy atrás.

La homogeneidad biológica de España, que habla a las claras de su unidad profunda, resalta en la frecuencia estadística de los apellidos y su distribución geográfica. Es cierto que una nación la conforman los ciudadanos y no los genes pero en Barcelona los apellidos más frecuentes siguen un orden (prácticamente una ley de potencia, Pareto/Zipf) en cuya jerarquía destacan cinco: García, Martínez, López, Sánchez, Rodríguez, Fernández. Así hasta treinta y cuatro apellidos antes de llegar a Ferrer, el primero genuinamente catalán/valenciano (con una frecuencia de 2,1 por cada 1.000 habitantes, muy por debajo de 24,7 por 1.000, frecuencia de García). Con estos y otros muchos datos en mano no puede hablarse en puridad de nación catalana sino de nación española. De consuno, los apellidos en Cataluña son muy indicativos del racialismo y nazionalitarismo de los secesionistas como bien apuntó Joaquín Leguina en excelente artículo (Nacionalismo y segregación política, 2/08/2015).

El 91% de la población catalana tiene al menos un apellido de clara raigambre española, presumiblemente godo. No obstante, el 82% de los consellers nombrados hasta hoy ostenta de primer apellido uno popularmente catalán. Ni un solo conseller (ha habido 102 desde 1980) ha tenido de primer apellido alguno de los cinco más frecuentes. Todos los presidentes del Parlament han tenido, hasta hoy, los dos apellidos autóctonos. Actualmente, 86% de los miembros de la mesa del Parlament tienen los dos apellidos de consonancia catalana. Este nacionalismo patronímico muestra un flagrante sesgo étnico.

Qué duda cabe, la muy española y mediterránea Cataluña es madre de príncipes singulares -en primera línea, Josep Borrell Fontelles y Albert Boadella Oncins- que han de salvarla. Y con ella a todos nosotros. Ese es nuestro común relato de ilusión.

*Economista y matemático