Sinceramente creo que la mayoría de los españoles tradicionalmente hemos sentido afecto y admiración por Cataluña, importante e integrante parte del ancestral e indivisible país que llamamos España. Pero también hay que admitir que el conjunto de admiradores ha ido perdiendo efectivos por mor de la actitud de fractura de un significativo número de catalanes, en su mayoría arrastrados por un irracional y demagógico adiestramiento en las escuelas y potenciado por los medios de comunicación

Debiera considerarse delictivo vender engañosamente una inquina del resto de España hacia una parte integrante de si misma, creando un ambiente de ansias separatistas y sin que los adeptos sean conscientes del dramatismo de su objetivo, cuyas irrefutables consecuencias se pondrían inmediatamente de manifiesto si la utopía se materializase. Valga aquí la perogrullada de afirmar que, afortunadamente, la utopía es siempre utópica.

Recordemos una vez más que sea cual sea el resultado de las elecciones de este mes, la independencia no tendrá lugar, porque la Constitución que nos hemos dado los españoles y como tales los catalanes deja nítidamente señalada la indivisibilidad de España y las normas para defenderla, correspondiendo al gobierno de la nación impedir el ilegal dislate por los medios que la situación requiera.

Sentada la premisa de que la hipotética y utópica locura no se va a producir, no estaría de más teorizar para poner de manifiesto algunos de los entuertos que aflorarían, sin que ningún Quijote pudiera enfrentarse a los invencibles molinos de viento del establecido orden institucional. El primer portazo en las narices se recibiría al intentar entrar en la Comunidad Europea y no solo porque así lo hayan manifestado algunos líderes de países miembros, sino que, al ser imprescindible la unanimidad de votos, no se puede ignorar que uno de ellos corresponde a España. Blanco y en botella.

Para calibrar la tragedia de excluirse la Comunidad Europea bastaría fijarse en algunos ejemplos:

Pérdida inmediata de subvenciones como la de 400 millones de euros que este año han recibido los agricultores catalanes.

El 80% de las ventas catalanas, con total libertad de circulación, tienen como destino España y los demás países comunitarios. Establecida una frontera habría que hacer frente a los requisitos de una exportación y al pago de aranceles; acarreando pérdida de beneficios o de mercados, que sin duda originaría un éxodo de industrias hacia cercanas zonas donde se les recibiría con los brazos abiertos y, por supuesto, acarreando la desaparición de muchos miles de puestos de trabajo

-¿Y el tinglado financiero? Es presumible que sin el respaldo de España no encontrasen donde financiarse en busca de los miles de millones de euros como ahora acaban de facilitársele para que puedan hacer frente a las actividades de la Comunidad Autónoma. Necesidades que, por otra parte, se incrementarían al tener que dotarse de todos los medios necesarios para su normal desarrollo. ¿Dejaría en una nación extranjera su flota y material la española Renfe?

Todavía no sabemos que moneda adoptarían, porque el euro es para los países comunitarios.

-Y el FC Barcelona del que justamente se sienten orgullosos los catalanes -y muchísimos otros españoles- ¿podría subsistir al nivel actual jugando en una liga catalana? Porque aunque el Sr. Mas en su delirio afirma que seguirían jugando en la española, es posible que ni él se lo crea y que tal vez esté observando su nariz por el riesgo de emular a Pinocho.

Simples pinceladas de un inventario con dificultades de límite y sobre el que debieran reflexionar todos los catalanes, sin distinción de credo. Cataluña es una hermosa región, rica, trabajadora, industrializada y acogedora de compatriotas de todo el resto de España y debiera intentar fortalecer los lazos con el estado común; sin que ello obste para que reivindique todo lo que sea justo e incluso peculiar, pero pensando siempre en una Cataluña versus utopía.

Sin restar importancia a un serio problema que Zapatero potenció y que Rajoy no supo atajar a tiempo al llegar a la Moncloa, no hay que dejarse impresionar excesivamente por la multitudinaria concurrencia de orquestadas manifestaciones populares. En la recién celebrada en Barcelona, manipulando el espíritu de la Diada, se congregó un gran número de ciudadanos, pero no tan elevado como el que vitoreaba a Franco cuando visitaba la ciudad condal. Por ello hay que darle el significado que merece y, además, recordar a las mayorías silenciosas.

En cualquier caso y aunque suene a astracanada parece que asistimos a un remedo de la teatral muerte del cisne en la que el Sr. Mas ha firmado su acta de defunción política, porque, al margen de las salpicaduras que pueda recibir por su probada colaboración con el clan de los Pujol, sea cual sea el resultado de las urnas, él será el inevitable perdedor.

Si gana su grupo es muy posible que no le dejen el liderazgo y si lo consiguiese no podría cumplir sus trasnochadas promesas. Si pierde, el fracaso lo devorará. Un terrón de azúcar en un vaso de agua y Cataluña versus utopía.