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La demolición del puente de hierro de A Barca

A las siete menos cuarto de la tarde del sábado 7 de diciembre de 1968, el puente de hierro del ferrocarril en A Barca pasó a ser historia. Solo quedaron sus dos gruesos pilotes incrustados en las aguas.

El derribo en caída libre del tramo central del puente sobre el Lérez marcó el final del icono más destacado de la primera línea férrea entre Carril y Pontevedra. Hasta 1899 esta capital solo había estado conectada por ferrocarril con Redondela hacía Vigo, pero carecía de enlace por el lado contrario hacía Santiago.

El puente de hierro fue, sin duda, la infraestructura clave de aquella nueva vía férrea, cuya ejecución tardó diez años en completarse y estuvo a cargo de Juan Trulok, un antepasado de Camilo José Cela.

José Luís Santa Cruz ya había adelantado cuando asumió el desguace del cinturón férreo que el derribo del puente metálico iba a ser la tarea más complicada. En consecuencia, el responsable de la empresa realizó una meticulosa planificación con arreglo a su contrastada experiencia.

Entonces Talleres Santa Cruz ya había desguazado con éxito un puente sobre el río Ebro en Zaragoza de 360 metros de longitud. Ni un solo rasguño había sufrido el personal implicado. Aquel resultó su mejor trabajo, que el empresario contaba orgulloso. Comparativamente el desmontaje del puente sobre el Lérez resultaba una tarea bastante más fácil.

El puente de hierro de A Barca constaba de tres tramos de treinta metros de longitud cada uno, más otra parte de dieciséis que hacía las veces de paso elevado peatonal hasta la calle del mismo nombre. Los pilares de fundición tenían cada uno dos tubos incrustados en el fondo del río por medio de aire comprimido y estaban macizados de hormigón. Su peso total ascendía a unas trescientas toneladas.

La operación de desmontaje del puente se prolongó durante toda la primera semana de diciembre de aquel año 1968. En días anteriores se liberaron los tramos laterales y la tarde del sábado 7 se acometió el derribo central.

La maniobra clave se encomendó a un barco de la empresa desde el otro lado del puente de piedra, mediante un cuidadoso arrastre de toda la estructura por medio de fuertes cables. En definitiva, como si de remolcar el puente se tratara, pero solo hasta su caída.

Un cronista de la época que estaba allí contó de modo inmejorable el momento culminante: "Las ciento diez toneladas de aquel esqueleto metálico se "ahogaron" en la ría con regular estrépito, dejando tras de sí en la caída, al roce con las columnas que lo sustentaban, una fuerte llamarada, cual lamento en la penumbra de aquella hora".

Como no hubo aviso público, solo quienes pasaron por allí ocasionalmente disfrutaron del singular derribo.

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