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l disparate que supone la política de la Unión Europea a la hora de enfrentarse con el problema gravísimo de las oleadas de emigrantes que huyen de la miseria y de las matanzas ha dado un giro más a la tuerca de los despropósitos con la decisión del gobierno húngaro de convertir en delito la entrada ilegal en el país. Se trata de la respuesta que Víktor Orbán, primer ministro, ha ideado para hacer frente a la muchedumbre de desesperados que intenta entrar en Hungría desde que quedasen cerradas sus fronteras con un muro de casi 200 kilómetros para sellar el paso desde Serbia.

La magnitud del problema se pone de manifiesto sin más que repasar las cifras oficiales de refugiados que han llegado a Hungría en el último año: 180.000 -en buena parte sirios que huyen de la guerra civil- para un país que no alcanza los diez millones de habitantes. Si bien es cierto que la inmensa mayoría de esos inmigrantes intenta alcanzar Alemania y los países escandinavos, la imposibilidad de manejar la situación de los campos de internamiento en los que se hacinan, calificados de inhumanos por las organizaciones internacionales que velan por los derechos humanos, ha llevado al gobierno de Orbán a intentar resolver el problema por la vía legislativa.

Cabe imaginar el resultado. Como la normativa para la acogida legal de refugiados es inútil para poder hacer frente a la avalancha de peticionarios, los inmigrantes fuerzan el paso de la frontera hermética incluso derribando las alambradas. En el día de mayor afluencia llegaron casi a diez mil los asaltantes. A partir de ahora se enfrentan a penas de cárcel de hasta tres años por el intento de entrar en Hungría y cinco más si lo hacen dañando las barreras de protección. Inútil es decir que no existe sistema judicial alguno que pueda resolver diez mil imputaciones diarias pero, de existir, su efecto disuasorio sería nulo. A quienes huyen de los bombardeos, las hambrunas y la ejecuciones sumarias les debe parecer el paraíso el que les metan en la cárcel con tres comidas garantizadas cada día, un lecho en el que dormir y ninguna amenaza de muerte a la vuelta de la esquina.

Es un lugar común declarar, como ha hecho nuestro presidente de Gobierno, que el problema de los inmigrantes no se resolverá mientras no se arregle la situación en sus países de origen. La perogrullada es de semejante calibre que ni siquiera sirve para disimular su verdadero significado: que no hay solución posible porque ni la miseria subsahariana ni las guerras de Oriente Próximo son dramas para los que la Unión Europea tenga remedio a su alcance. Así que la única forma de manejar la crisis es la de resolver la llegada de las oleadas de inmigrantes haciéndolo, de paso, de manera que no funcione como efecto de llamada. Quien acierte con la salida tiene el premio Nobel de la paz garantizado. Pero mientras encontramos ese mirlo blanco al menos deberíamos ser capaces de no inventar leyes disparatadas.

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