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Con la misma alegría

El problema de los refugiados sirios

Da la impresión de que estamos abordando la cuestión de los refugiados sirios con la misma alegría e inconsciencia con que en su día la opinión occidental aplaudió las "primaveras árabes", que, según se vio, no fueron lo que no podían ser. Al menos, desde el punto de vista de los individuos, de las organizaciones asistenciales y de algunas organizaciones políticas y sindicales. Y, sin embargo, la cuestión presenta más aristas de lo que parece.

Vayan por delante mi admiración por el entusiasmo y la generosidad de tantos y el reconocimiento que, de momento, no podemos hacer otra cosa que acoger refugiados. Pero ello no es únicamente un deber moral, una manifestación de caridad o un acto de generosidad. Conlleva numerosos problemas que debemos tener presentes.

Empezando por las familias de acogida. ¿A familias de cuántos miembros piensan tener en sus casas? ¿Una sola persona? ¿Cinco? ¿Con qué dinero las piensan alimentar, vestir o sufragar sus gastos? ¿El del Estado, el propio? ¿Y cómo será la convivencia en un mismo hogar, ya no en el primer mes, sino cuando pasen varios, entre personas de distintos hábitos y manías?, ¿qué ocurrirá cuando la convivencia se prolongue sin ver el final de la misma?

Y, si vamos al dinero, a la financiación del gasto desde las instituciones -ya para quienes ellas acojan, ya para los recogidos por organizaciones o familias-, pensemos en los gobiernos que han manifestado que no tienen dinero para devolver a los funcionarios una modesta paga o en los que, desde hace tiempo, están debiendo ciertas cantidades a algunas oenegés al carecer de numerario para ello (pónganle ahora ustedes las prórrogas presupuestarias futuras).

Son asuntos estos, "menores", digamos. Pero en el ámbito general, nuestra situación no es, por ejemplo, la de Alemania, que está dispuesta a coger cientos de miles de refugiados, porque necesita mano de obra. Aquí, como ha subrayado el Gobierno, tenemos cuatro millones de parados, pese a que estamos creando empleo de forma acelerada. Acoger personas no debería ser tenerlos viviendo de la caridad, sino integrarlos a través del trabajo (por ellos, en primer lugar, por las cuentas públicas -nuestros bolsillos- también). Desde ese punto de vista, ese objetivo, el de emplearlos, se pone cuesta arriba.

No debe olvidarse, además, que sobre acoger estos refugiados, recibimos de forma permanente una inmigración ilegal, fundamentalmente subsahariana, y otra legal, de países del Este, como Rumanía, Bulgaria o Ucrania. Todas estas personas demandan recursos del sistema y son también manos para sumarse al mercado de trabajo, con empleo o sin él.

Una cosa muy importante finalmente, referida a un aspecto de la convivencia: como tantos de los emigrantes, sus condiciones económicas y familiares los colocan en situación ventajosa, a veces, a la hora de recibir beneficios de los ayuntamientos (comedores escolares, viviendas, ayudas) o del Estado (becas, subsidios). Esa prelación y ese conflicto (casi inevitable, puesto que los recursos disponibles son finitos) vienen provocando hace tiempo una sorda irritación -un sentimiento de injusticia y agravio- en muchos de nuestros convecinos. Convendría estar atentos a ello.

Todo lo que aquí acabamos de señalar -y otras cosas que podríamos apuntar- no tendría demasiada importancia, si no fuese porque tanto la emigración subsahariana y del Norte de África, así como la de Siria y de otros lugares en conflicto va a seguir creciendo, con lo cual los problemas serán mayores, y la demanda de recursos aumentará -y, por tanto, el costo para los bolsillos de cada uno o la restricción de beneficios y socorros se acrecentará-.

Acoger a los emigrados sí, teniendo en cuenta dos cosas: que siempre habrá un límite (distinto según los países) y que el hacerlo no es un camino de rosas, no es como correr a una fiesta, sino que entraña innumerables problemas.

Y, de paso, si pudiese ser -que no lo será-, si nos evitásemos la cháchara partidista, los eructemas, obviemas, nademas y descalificaciones habituales, mucho mejor. Pero yo creo que de este castigo, del de la vileza y acefalismo de algunos políticos, no nos libraremos nunca. Será una maldición que nos acompañará hasta la tumba.

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