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Vaya lección la que acaba de darnos Alicia Alonso en la entrevista que publica el diario El País antes de que la más excelsa de todas las figuras del ballet del último siglo vuelva de nuevo a su cita reiterada con los escenarios españoles. La todavía directora -a sus 95 años- de la compañía del Ballet Nacional de Cuba está casi ciega pero aún es capaz de componer un gesto de cambré por más que el espagat quede ya lejos de su alcance. Incluso con el gesto más nimio queda claro por qué hay que concederle a Alonso el mérito de haber sabido siempre hacer la defensa más vehemente que existe en favor de la técnica como fundamento de la danza pero siempre que exista la necesidad imperiosa de añadirle esa diferencia que convierte la gimnasia en arte.

Lo que yo no sabía de Alicia Alonso es que, además, tenga tan claras las ideas acerca de lo que merece la pena y lo que está de sobras respecto de la actitud más importante que existe, que es la del papel que debe jugar uno en el mundo. En las confesiones hechas al periodista la diva cubana ha asegurado que cuando le piden que publique sus memorias contesta que su tiempo lo ha invertido en vivir y no en contar la vida. Vaya lección para este mundo al revés en el que hemos anulado la capacidad de vivir a fuerza de empeñarnos en contarla.

No sé si ustedes se han fijado en lo que sucede en los alrededores de cualquier edificio, escultura o paisaje memorable. Las gentes que lo rodean se desentienden del todo de lo que deberían estar contemplando y, en vez, se ponen a fotografiarse para poder contarlo. El fenómeno se ha convertido en epidemia desde que los teléfonos móviles llevan una cámara que permite hacerse un selfie, palabra que, pese al barbarismo, retrata a la perfección el núcleo del problema. Lo que cuenta no es la torre Eiffel, la fontana de Trevi o la Plaza Roja sino el que esté yo delante, con sonrisa falsa, para tener la foto. Perdemos la vida misma en el afán de contarla. Esa sustitución de lo real por lo impostado se ha hecho dueño de la sucesión de nadas a lo que llamamos hoy existencia. No es raro que nos hayamos metido de golpe en un mundo en el que hasta la piel misma tiene que cambiarse por la imagen de lo que uno quiere que se enseñe, a fuerza de cubrirla de tatuajes. A la postre terminaremos haciéndonos selfies de los selfies para que quede claro de que en realidad el paisaje de referencia sobra. Imagino que es un mecanismo parecido el que ha terminado por llevar a que haya cola en la ruta de subida al Everest. Tendremos la oportunidad de leer las memorias de Alicia Alonso -en realidad existen ya algunos retazos- o no la tendremos pero lo que parece claro es que a nadie le interesaría contar con la autobiografía de una vida que se escapa en busca de otra cosa. Hay que saber cuál es el verdadero objetivo y, en especial, hay que saber identificarlo a tiempo porque no cabe confiar en que la sabiduría nos ilumine a los noventa y cinco años.

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