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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Un tigre, un león, una boa

Me cuenta un amigo que un pariente suyo fue recientemente a casa de unos conocidos y se encontró con la sorpresa de que tenían un tigre y un león, en calidad de animales domésticos. Al león no le permitieron acercarse y mientras estuvo de visita lo mantuvieron encerrado por precaución, pero el tigre se comportaba tan pacíficamente como pudiera hacerlo un gato común, se dejaba acariciar y hasta se estiraba boca arriba sobre la alfombra para jugar y pedir mimos. En un primer momento, al pariente de este amigo mío la presencia de estos dos poderosos felinos le sorprendió un poco ya que no estaba avisado de su presencia, pero luego se adaptó enseguida a su cercanía al comprobar que, pese a su aspecto fiero, no parecían especialmente agresivos.

La confidencia me dejó, lógicamente alarmado, pero me abstuve de preguntar detalles (el miedo paraliza casi tanto como la buena educación) sobre la localización de la casa, la identidad de sus moradores, y hasta sobre la legalidad de la existencia de esos dos grandes felinos en la proximidad de mi casa. Si yo viviera en una zona selvática de un país de África Central la circunstancia no me llamaría la atención y posiblemente hasta estuviese acostumbrado a oír rugidos a todas horas sin darle mayor importancia. Pero en esta parte del mundo, donde el animal más grande es la pacífica vaca lechera, la cosa pinta de otra manera.

Desconozco de qué manera llegaron hasta aquí el tigre y el león, si lo hicieron legal o clandestinamente, o si fueron adoptados de recién nacidos y luego criados a biberón. En cualquier caso, su presencia no deja de parecerme una extravagancia potencialmente peligrosa. Algún animalista apasionado intentará convencerme de lo contrario y puede que hasta disponga de estadísticas en las que se demuestra que los tigres y leones criados como animales domésticos son mucho menos peligrosos y causan menos muertos que los automóviles o algunas razas de perros. Doy por supuesto que eso quizás sea así, y que yo pudiera ser uno de esos retrógrados que obstaculizan el progreso social. Pero yo sigo en mis trece y en mis miedos, seguramente absurdos. No obstante, reconozco que la afición a convivir con animales selváticos, no es de ahora.

Hace unos años, un fotógrafo de prensa me contó que él tenía en casa una boa, de unos cuatro metros de largo. La boa es una serpiente de una fuerza descomunal que asfixia a sus víctimas entre unos poderosísimos anillos antes de devorarlas enteras. Pero él no le tenía miedo ninguno y a veces al despertar se encontraba a su compañera de piso enrollada afectuosamente en una pierna. En una ocasión, al volver a casa, no la vio en su lugar de reposo favorito y tras buscarla por todas partes la acabó encontrando en una cómoda donde guardaba los jerséis. Había aprovechado un pequeño hueco en la parte posterior del mueble (los reptiles tienen la facultad de adelgazar su cuerpo hasta la mínima expresión) para esconderse. La alimentación de la boa era otro capítulo. El fotógrafo le daba ratones vivos de laboratorio, unos cuarenta de cada vez, y luego ella dormía su digestión durante tres meses. Eran una pareja feliz.

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