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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

El riesgo como espectáculo

Nunca entendí la fascinación de la gente por asistir en primera línea a espectáculos potencialmente peligrosos para su integridad física. Ni tampoco la laxitud de autoridades y organizadores a la hora de tomar medidas preventivas para minimizar, en lo posible, los riesgos, en la confianza de que nada malo pudiera suceder. Lo digo después del dolor causado por la muerte de siete personas que asistían al paso de los automóviles que competían en un rally.

El piloto y el copiloto del automóvil que causó la tragedia resultaron ilesos, lo que pone de relieve la enorme distancia existente en la protección dispensada a los deportistas que participaban en la carrera respecto de la atribuida a los espectadores del acontecimiento. Los primeros disponían de una máquina perfectamente preparada para la competición, vestían trajes almohadillados y posiblemente ignífugos, cubrían las manos con guantes especiales, se sujetaban a los asientos con cinturones de seguridad homologados, y protegían la cabeza con cascos resistentes a los golpes.

Mientras tanto, el público que ocupaba las márgenes de la carretera vestía ropa ligera de verano, y se defendía del sol con gorras y gafas ahumadas.

Y entre ellos y los vehículos que pasaban velozmente ni una sola valla protectora, dado que ese tramo era considerado como "seguro" por la organización. En esas circunstancias, entra dentro de la lógica que un vehículo descontrolado provoque una tragedia, como la que acabamos de sufrir. Y nadie nos garantiza que no vuelva a suceder algo parecido si la mentalidad del público y de los organizadores no cambia. Lo ha definido perfectamente el presidente de la escudería Lalín-Deza, Antonio Rodríguez, en declaraciones a un periódico: "Lo que está claro es que el piloto no tiene la culpa. El público quiere estar ahí al pie de la carretera y pasa lo que pasa". Bien, la culpabilidad de los unos y de los otros ha de establecerla un juez, y eso llevará su tiempo. Pero, mientras tanto, sería buena cosa que las autoridades tomasen las oportunas medidas para evitar que el público se sitúe imprudentemente al borde de la carrera. Y si no puede garantizarlo que suspenda provisionalmente ese tipo de pruebas. O, en su defecto, obligue a que se celebren sin público. Al fin y al cabo, la pasión por la velocidad de los pilotos no necesita de su concurso para materializarse excepto en la ceremonia de recogida de premios.

Desconozco en qué consiste el atractivo morboso de plantarse al pie de la carretera para ver pasar de cuando en cuando a un automóvil circulando a gran velocidad por un tramo de carretera que normalmente está señalado como de velocidad reducida para la conducción no deportiva. Es una conducta por lo menos tan inexplicable como la de los que se exponen a que un toro los mate en la calle durante las fiestas de su pueblo.

La indiferencia del público español hacia la preservación (se supone que interesada) del propio cuerpo es para mí un misterio. Al respecto, recuerdo que siendo niño asistí a una exhibición aérea del famosísimo príncipe Cantacuzeno. Uno de los números consistía en volar boca abajo en dirección a la grada del estadio donde me encontraba. Nos pasaba rozando, pero disfrutábamos inconscientemente de lo que podía haber resultado una tragedia.

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