Galicia, como comunidad histórica que es, tiene que tomar la iniciativa para defender la España plural, moderna y desarrollada, de futuro, en la que quepamos todos y en la que no pueden existir privilegios de ninguna clase para nadie. Ni para los particulares que buscan medrar al amparo de su conexión con el poder, de las subvenciones y de los negocietes de palco, ni para quienes desde algunas comunidades se creen superiores al resto y materializan esa visión egocéntrica del mundo reclamando la independencia. Un proyecto, en definitiva, en el que todos podamos convivir y participar.

Hablemos con claridad. Los secesionistas catalanes, a tres semanas de las elecciones que pretenden convertir en plebiscito, y los independentistas vascos, ahora agazapados, no quieren solidaridad. Quienes desde Cataluña hacen votos para ello desean vivir al margen del resto por un simplismo falaz y reaccionario; pelean por mantener su chiringuito y las demás comunidades les parecen una rémora. Del mismo modo que tampoco ayudan en nada quienes desde España, con su altanería, les contestan con el mismo desprecio en vez de fraguar amplios consensos que curen la incomprensión.

Aunque el separatismo catalán disfrace su discurso con ensoñaciones historicistas, fantasías opresoras y mágicos remedios para los males, su problema es sobre todo económico. Siempre lo ha sido y ahora se ha agravado, prueba de su dinámica insaciable y perversa y también de supervivencia de un tinglado político, casi un régimen, que quedaría en el aire si el teatrillo baja el telón.

El egoísmo "España nos roba" y el narcisismo "somos los mejores" están en la base de la doctrina independentista. Los dirigentes de las comunidades ricas, Cataluña y el País Vasco, proyectan una imagen de las atrasadas, Extremadura o Andalucía, o las dependientes, Galicia, como pedigüeñas y usurpadoras. Lo hemos sufrido, y lo seguimos sufriendo, en nuestras propias carnes. Por ejemplo, con la falaz ofensiva lanzada por determinados sectores catalanes para paralizar el AVE a Galicia, ese mismo AVE del que otras comunidades se benefician desde hace más de 20 años, porque para los gallegos lo ven un dispendio y una inutilidad manifiesta. Con quien cerrilmente acepta esto como verdad será muy difícil llegar a acuerdos satisfactorios para todos.

Las tensiones se desatan porque unos mecanismos elementales para el avance de cualquier nación seria, los que garantizan el reequilibrio territorial, transfieren rentas desde las áreas más pudientes a las menos favorecidas, para así extender la prosperidad, la riqueza y la justicia social al conjunto nacional. La virulencia de esta Gran Recesión ha venido a agudizar los recelos y ambiciones en torno a esas transferencias de rentas.

Gobernar es elegir el destino de las inversiones. Los euros que tocan a un territorio dejan de ir para otros, porque quien gasta constantemente por encima de lo que ingresa para contentar a todos termina inevitablemente en la ruina. Guiados por un populismo casi místico y devoto, hay personas que piensan que este país dispone de recursos ilimitados, y que no alcanzan porque los viejos políticos los robaron. La corrupción ha sido enorme, deplorable, pero solo los inocentes pueden asumirla como la única causa de las desigualdades.

La cara y delirante propaganda independentista va calando el mensaje del agravio a fuerza de repetir mentiras con machacona insistencia, elevadas a la categoría de mito. En los documentos que maneja para modificar la financiación, el Gobierno del PP admite el principio de ordinalidad. Es decir: que las comunidades receptoras de ayudas, las depauperadas, sigan como están porque a quien hay que premiar es a las más ricas, a las que más aportan al Estado. Cuando lo que hay que hacer es que Cataluña sea una locomotora de España. En eso deberíamos volcarnos todos porque con ellos conseguiríamos un país más próspero y más justo para el conjunto de los españoles. ¿Cómo van a progresar y a acortar distancia las autonomías más pobres con respecto a las de mayor renta disponible si no se las ayuda durante un tiempo para superar su situación?

Hay intelectuales que reclaman un concierto como el de los vascos para calmar a los catalanes. Cataluña representa el 18% de la economía española; el País Vasco, el 6%. Esta fórmula fiscal supone una afrenta escandalosa. Extenderla quebraría la solidaridad al sacar del sistema a una cuarta parte del PIB nacional. ¿Disfrutar del cupo desde la Transición ha frenado las ansias segregacionistas de una parte de la sociedad vasca?

Otros pensadores en la órbita de Podemos se apoyan en Piketty para atacar la divergencia de riqueza, abogan por una democracia moderna, donde la libertad y la equidad sean reales y efectivas, pero empiezan a asumir con naturalidad la necesidad de hacer concesiones para ganarse a los catalanes díscolos. Es la consecuencia de quedar bien con todos defendiendo el círculo cuadrado por motivos meramente electoralistas. ¿Cómo se puede solicitar el rescate de las personas para acabar con las diferencias y a la vez reclamar comunidades con privilegios, españoles de primera y de tercera? ¿Reconocer la singularidad queda en un asunto semántico o entraña consecuencias económicas discriminatorias? ¿Ser de izquierda es pedir más para los que más tienen?

Algo similar postulan los socialistas a cuenta del federalismo asimétrico. El PSOE empezó por reírle las gracias a Maragall, continuó aplaudiendo la frivolidad del iluminado Zapatero "respaldaré el Estatuto que Cataluña decida", mutó en partido más nacionalista que los nacionalistas cuando tocó poder en la Generalitat y afronta esta campaña con un buen guirigay dentro, sosteniendo una cosa en Madrid y en Barcelona, la contraria.

Cuando más se necesita reflexionar sobre estas cuestiones, Galicia, como una de las tres comunidades históricas reconocidas en la Constitución, debería coger el toro por los cuernos y liderar la defensa de una España descentralizada sin regalías pero también sin discriminaciones. Promoviendo un amplio consenso civil, con ideas claras y respeto a la ley, uniendo esfuerzos para subirse a la ola de la recuperación y no enredándose en bizantinismos que la alejen.

Los gallegos dan el perfil óptimo para este cometido por su carácter inclusivo y no excluyente. Sentirse profundamente gallego no resulta incompatible con considerarse español y estrechar lazos con catalanes y vascos. Al menos así lo constatan los sondeos. La última encuesta de Ipsos para FARO con motivo de las elecciones del pasado 24 de mayo, deparaba que el 70% de los gallegos se sentía tan español como gallego, una tendencia que se mantiene sin apenas cambios con respecto a sondeos anteriores.

Ante la deriva fundamentalista del independentismo, para el que no existen responsabilidad ni deberes, solo derechos inalienables y humillaciones intolerables, los catalanes sensatos, en primer lugar, que son la mayoría, pero también el resto de los españoles no pueden seguir en silencio ante lo que ven. Unos y otros. Por el bien de España y, naturalmente, el de Cataluña.