Brenda Ann Spencer, una chica de 16 años, disparó con un rifle, el 29 de enero de 1979, a las ventanas de una escuela de educación primaria que estaba situada enfrente de su casa en San Diego, California. En el tiroteo murieron dos personas, el director de la institución y un guardia de seguridad, y ocho alumnos y un policía resultaron heridos. El crimen ejecutado por Spencer agitó las conciencias de los ciudadanos estadounidenses e impactó sobremanera en la opinión pública, marcando un punto de inflexión en la historia criminal contemporánea del país, no tanto por la gravedad de la matanza per se como por el motivo que la autora del mismo alegó para llevarlo a cabo. "No me gustan los lunes", afirmó, cuando un reportero le preguntó qué le indujo a disparar con semejante arbitrariedad. Aquella lacónica y absurda explicación, insultante para las víctimas e insuficiente para los analistas, quienes necesitaban hallar entre las causas del asesinato un aclaratorio relato de venganza personal con posibles interpretaciones freudianas, desafiaba la comprensión de la naturaleza humana. No había, por tanto, argumentos a los que agarrarse para explicar por qué fueron esos muertos, y no otros, los elegidos para ese día. Se trataba de una frivolidad -cuyo efecto en la prensa sensacionalista fue superado por las posibilidades artísticas de la cita, inmortalizada en la cultura popular a través de una canción- difícil de digerir en el despertar de una tragedia.

Esta, no obstante, no era la primera masacre cometida por un adolescente. Charles Starkweather, de 19 años, y Caril Fugate, de 14, asesinaron, en 1958, a once personas durante un viaje por los estados de Nebraska y Wyoming. En 1966, un ex 'marine' llamado Charles Whitman, de 24 años, antes de que la policía lograra abatirlo, subió con un baúl lleno de munición y escopetas a la torre de la Universidad de Texas y comenzó a disparar contra la gente durante una hora y media, consiguiendo matar a 16 personas. Unos meses después, Robert Benjamin Smith tomó como rehenes a siete mujeres en un salón de belleza de Arizona y mató a cinco de ellos, incluida una niña de tres años. Durante las vacaciones de Navidad de 1974, Anthony Barbado, un chico de 18 años, entró en su instituto, localizado en la ciudad de Olean, Nueva York, y prendió fuego en diversas partes del edificio. Cuando el guardia de seguridad se acercó al lugar para investigar de dónde procedían las llamas, Barbado (que era miembro del equipo del rifle de la escuela) le pegó un tiro. Luego abrió fuego desde la ventana contra los bomberos y los peatones. Como resultado de este suceso, tres personas murieron y nueve resultaron heridas.

Además de la inevitable conmoción que genera la perturbadora imagen de un menor disparando de forma indiscriminada contra personas, en la que se puede percibir, con absoluta claridad, una insoportable perversión de la inocencia, es la frustración posterior que surge en el esfuerzo por tratar de comprender el homicidio lo que, en realidad, polariza y tensiona el debate sobre la violencia juvenil. Las revistas y los periódicos, por ejemplo, se dedican a publicar progresivamente esbozos biográficos de los victimarios. Algunos, nos dicen, subsistían con el peso de la soledad y la marginación en una sociedad que puede resultar implacable a la hora de escoger a ganadores y perdedores, al condenar a los segundos a vivir con la certeza de dejar atrás el último tren en un camino -el llamado sueño americano, que puede verse fracturado en los primeros años del colegio- donde no se presentan con demasiada frecuencia las segundas oportunidades. Otros, en cambio, sufrían una enfermedad mental. Por lo tanto, actuaron de acuerdo con su patología y, de esa manera, una vez liberados irresponsablemente por sus tutores o alejados de su imprescindible supervisión, proyectaron sus miedos e inseguridades en los desconocidos. Nos muestran, de igual forma, a los progenitores, quienes no supieron educar a sus hijos, los cuales, probablemente, fueron maltratados a diario o sufrieron abusos sexuales, y dañaron sus corrompidas mentes de por vida. También se habla de la llamada "cultura de la violencia", que muchas agrupaciones asocian a los videojuegos, al cine o a la televisión, malvados inventos de diabólicos creativos cuyo principal objetivo, a juicio de los que mantienen este punto de vista, no es otro que el de envenenar a las nuevas generaciones con escenas de sangre y efectos especiales al tiempo que construyen criminales potenciales por toda la geografía nacional.

Sin embargo, el elemento común en todas estas masacres no es la pasión compartida por la violencia o el deseo de representarla, sino la fascinación por los instrumentos -y la facilidad con que los obtuvieron- que les permitieron a todos los homicidas realizar con éxito dicha representación. Es decir, las armas. De ese modo, la cuestión se complica todavía más con la entrada en escena de grupos de presión como la NRA (Asociación Nacional del Rifle), que ostenta un enorme poder en Washington y se niega a relacionar los asesinatos mencionados con la posesión de armas de fuego (de 270 a 310 millones distribuidas por todo el país, según Pew Research Center), aparte de ser una de las razones por las que no existen estudios oficiales sobre las causas de la violencia generada por las mismas (en 1996, cuando la Agencia de Control y Prevención de Enfermedades lo intentó, el lobby la acusó de tratar de controlar la venta de armas, y el Congreso, dominado por los republicanos, amenazó con recortarles la financiación), transformando una conversación sobre seguridad pública en un debate esencialmente constitucional que siempre acaba focalizado en la inexplicable vigencia de la anacrónica -algunos, como el historiador Garry Wills, dirían que malinterpretada- Segunda Enmienda.

Hace unos días, un hombre mató a dos periodistas, la reportera Alison Parker y el camarógrafo Adam Ward, mientras estos realizaban su trabajo en un pueblo del estado de Virginia. Vester Lee Flanagan, excompañero de ambos en la cadena y responsable del asesinato, grabó los disparos y publicó el video en las redes sociales antes de quitarse la vida. Al crimen, entonces, se le sumó el morbo y las perniciosas repercusiones que tuvo su desafortunada difusión. Se volvió a buscar respuestas indagando en el pasado del asesino, en sus envidias profesionales, en sus complejos e inseguridades, en la discriminación que sufrió por parte de algunos compañeros, en su inestabilidad mental. Mientras algunos medios aprovechaban la descripción del tirador (negro y homosexual) para explicar a sus lectores y televidentes que el asesinato cometido por Flanagan no tenía nada que ver con el "asunto racial" o la orientación sexual, sino con el "mal" al que ninguno de nosotros somos inmune, otros publicaban documentos que certificaban su turbulenta relación con la empresa y, al parecer, su meticulosamente planificada salida del mundo en el que este aseguraba sentirse oprimido (tres notas de suicidio, de acuerdo con The New York Times, fueron enviadas a diversas cadenas de noticias).

Lo cierto es que, con motivos o sin ellos, alguien volvió a disparar y otras personas murieron. A Brenda, como a mucha gente, no le gustaban los lunes. Necesitó esa simple excusa para empuñar un rifle y matar. El arma, por cierto, había sido un regalo de su padre.