Como toda economía que sale del largo y sombrío periodo recesivo la española presenta claroscuros. No obstante, el panorama global permite encarar el futuro confiadamente. Los más amenazadores nubarrones quedan atrás, no hay duda, y con ellos el Diluvio final que vaticinaban predicadores, columnistas y demás augures de la oposición al actual Gobierno.

Siendo consciente, ya que tonto no es, que en las elecciones generales de 2011 su partido sería vapuleado, Rubalcaba asumió la candidatura a la Presidencia al albergar la esperanza de que el eventual Gobierno popular entrante no podría aguantar mucho tiempo a poco que la calle se sublevase ante el previsible ajuste fiscal. Mejor que nadie, Rubalcaba era sabedor de la inevitable política económica recesivamente pro-cíclica en el corto/medio plazo que debería aplicar el PP -bautizada motosierra por la oposición- imperativa por los Tratados de Maastricht y Lisboa y el coste de financiación de la deuda pública.

Haciendo memoria, durante los dos primeros ejercicios de esta legislatura, los predicadores antigubernamentales propalaron extensivamente un peligrosísimo bulo: urgía retirar el dinero de bancos y cajas de ahorro porque en cualquier momento iban a declararse en suspensión de pagos o carecerían de liquidez para efectuar reembolsos. Si la ciudadanía hubiese seguido estas consignas -guion probable en Cataluña de ponerse tontos los nacionalistas en el futuro- el corralito hubiera estallado con devastadora violencia. De eso se trataba. Y el Gobierno hubiese caído. Previamente, para calentar motores, le organizaron dos huelgas generales en nueve meses. Ni el PSOE ni IU lograron capitalizar el descontento, que ellos y las medidas de austeridad alentaron, aunque dieron alas a Podemos y al independentismo. Pero el Gobierno no se desmoronó y, por el contrario, adrizó un país escorado que se hundía a una velocidad de casi -4% y emerge actualmente al +4% en tasa anual.

La desenvoltura, superficialidad y amateurismo con la que el PSOE trató la crisis pasará a los anales. Por ejemplo, la anti-gestión de Fernández Ordóñez es antológica. Ahora bien, no han aprendido nada de nada. Si Pedro Sánchez llegase a gobernar -con su oportunismo tan angelical como patético- haría bueno, tengo la impresión, a Rodríguez Zapatero.

Incombustible optimismo español

Todo hay que decirlo, en la sufrida singladura iniciada en 2011, el presidente Rajoy y sus ministros no estuvieron completamente solos, contaron con la ayuda del BCE y la serenidad, disciplina y paciencia de una parte importante del pueblo español. El inigualable pueblo español. Único hasta en su optimismo frente a la adversidad. De hecho, la lengua española es la más optimista según Peter Dodds, matemático de la Universidad de Vermont que dirigió un estudio al respecto (PNAS, 2015: Human language reveals a universal positivity bias) buceando en el inmenso torrente de datos que nutre la red (Big Data: Twitter, Google y los libros en español indexados en Google Books). Por cada palabra con carga negativa en español se utilizan nueve positivas. En el caso del coreano, la lengua más pesimista junto con el chino, la relación es de seis palabras positivas por cada cuatro negativas o tristes. Puede que el estudio esté viciado con un sesgo experimental -sesgo de aquiescencia- que afecte al optimismo absoluto de las lenguas (Principio de Pollyanna) pero no a su jerarquía: el español seguiría siendo el idioma más favorable al optimismo.

Enlazando optimismo y perspectiva real de la situación económica, el diagnóstico que mejor resume las sensaciones colectivas en Cataluña, región hipercrítica levemente amargada, se refleja en la percepción sobre la evolución de la crisis. Una mayoría creciente (63%, cinco puntos más que en mayo) considera que lo peor ha pasado aunque tardará en notarse palpablemente. Curiosamente, pese a que ha retrocedido en casi nueve puntos desde mayo, persiste un significativo porcentaje de miopes (27%) convencidos de que todavía no se aprecian signos de recuperación. Y es que nunca faltan desquiciados angustias irrecuperables, al fin y al cabo, el 82% de llamadas al 118 no corresponden a emergencias reales.

Del barómetro del mes de junio respecto a la felicidad, publicado por el CIS, se desprende que el 84% de nuestros compatriotas se consideran felices. Y más del 51% dicen ser casi completamente felices. Además, desmintiendo el trompeteo desmoralizador de los predicadores, la felicidad parece que va en aumento: respondiendo a la misma pregunta en enero, el porcentaje de españoles felices era del 78,8%.

Sin embargo, a pesar de aparecer sonriendo siempre en las fotografías desde su estratosférica ascensión (y la de su marido) no es feliz la actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que llora de rabia e impotencia, en Twitter, al no poder socorrer a todas las personas que padecen las consecuencias de la crisis. Entiendo muy bien a la señora Colau, a mí sus declaraciones también me hacen saltar lágrimas. De la risa. Ya decía aquel ministro de economía, Abril Martorell, que no es lo mismo predicar que dar trigo.

Los predicadores en los medios

El caso es que, en consonancia con las prédicas, podría sospecharse que vivimos en un país donde los niños mueren de hambre, los desahuciados duermen bajo los puentes y el tejido social se compone exclusivamente de millonarios, pocos, y pobres, el resto.

Objetivamente, no siempre los predicadores actúan por impulso partidista, a veces siguen el signo de los tiempos: las buenas noticias aburren. Que los aviones aterricen puntualmente es noticia ininteresante siendo al mismo tiempo buena noticia. Que las monjitas rapten recién nacidos es chismorreo periodísticamente muy rentable. En general, resulta más fácil captar la atención de la gente con malas noticias que con las buenas. A mayor abundamiento, dos investigadores californianos en neurociencias e informática, Laurent Itti y Pierre Baldi (2005) confirmaron una vieja intuición de los profesionales de la prensa (Hombre muerde perro): cuanto más se aleja de nuestras expectativas un acontecimiento, más nos interesa.

Nada de lo anterior sorprende y justifica que la condición de sobrevivencia de la prensa, y otros medios, resida en su capacidad para captar el tiempo de atención del cerebro del lector. Lo conseguirá más fácilmente con informaciones tratadas fuera de las rutinas mentales. Por esta razón el conflicto, la violencia, la contestación, el desvío social, la sorpresa, el paro, la pobreza, el peligro, la corrupción, los puertohurracos son excelentes productos mediáticos.

Con estas cautelas en mano se debería, qué duda cabe, exigir a los medios que no se dejen intoxicar verificando rigurosamente la solvencia de los cargos. Verbigracia, Manuel Conthe probaba recientemente -en documentadísimo artículo en Expansión, 20/08/2015, CNMV: el lectal cóctel monos con metralleta+presidenta política- como, sin el mínimo fundamento, algunos medios se habían dejado intoxicar cargando contra la CNMV -así, en general- por corrupción.

El hecho raro, excepcional o aislado goza de tal tratamiento mediático que su visibilidad lo transforma en el imaginario colectivo. La brújula de nuestro juicio pierde de esa guisa el norte. El lado oscuro de la cuestión es que este tipo de informaciones deforma nuestra percepción objetiva de la realidad. Paul Slovic, especialista de la percepción de riesgos, considera que se tiene tendencia a suponer que los muertos por inundación son diez veces más numerosos que lo que las estadísticas muestran. Por el contrario, creemos que los fallecidos por enfermedad cardiovascular son diez veces menos abundantes que los que en realidad hay. A las inundaciones, excepcionales, los medios les conceden gran protagonismo pero a las muertes anónimas de crisis cardiacas, no. En esta línea, los predicadores se hacen eco sistemáticamente de los casos de corrupción, real o supuesta. De ahí que la opinión pública crea que masivamente funcionarios y políticos son corruptos; los honrados, excepción. Creencia errónea a la par que la evaluación sesgada de muertes por inundación y crisis cardiacas.

Cabría suponer que la prensa seria que evitara el sensacionalismo, la dramatización y sensiblería informativa suministrando noticias positivas y optimismo por doquier (nicho de mercado ya monopolizado por la prensa rosa) encontraría de inmediato gran éxito entre un público hastiado de que todo se lo pinten de negro. Sin sorpresa, esta experiencia resultó un fracaso. El diario ruso City Reporter decidió consagrar su edición en línea durante 24 horas a las buenas noticias. El 70% de lectores que dedicaban habitualmente veinte minutos a la lectura online desertaron la página Web al cabo de tres minutos.

Junto con la sal gruesa de la opinión poco formada y el chismorreo lo que interesa es la deliciosa angustia que transporta la mala notica ¿Para qué insistir en que España está liderando el crecimiento europeo si alguna ONG nos informa interesada y falazmente de que más del 20% de la población española está bajo el umbral de pobreza?

Así las cosas, voy a terminar el artículo con dos noticias. Esta es la mala. La esperanza de vida en España ha aumentado desde los 77 años en 1990 hasta los 81,7 en 2013, al tiempo que la esperanza de vida saludable, con ausencia de enfermedad, ha crecido desde los 66,4 a los 70,1 años. La buena, esta: Merkel hace llorar a una niña palestina y a varios millones de griegos. Y Rajoy a Ada Colau. Snif.

*Economista y matemático