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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Un viejo coche en La Habana

La reapertura de la embajada norteamericana en La Habana, 54 años después de haberla cerrado por profundas divergencias con el gobierno revolucionario del entonces joven Fidel Castro, nos ha ofrecido una imagen cargada de simbolismo.

El secretario de Estado, John Kerry, observa en la calle un viejo automóvil posiblemente importado de su país antes de 1958, cuando los barbudos guerrilleros estaban a punto de bajar de Sierra Maestra para empujar al exilio a Fulgencio Batista, el corrupto dictador que protegía los intereses de Estados Unidos en la isla caribeña. El automóvil, que todavía rueda por las calles de la capital cubana, está en relativo buen estado, bien de chapa, bien de pintura y se supone que bien de motor porque la necesidad ha obligado a los mecánicos locales a mantener en uso una máquina que en cualquier otro país ya habría sido carne de desguace, salvo que algún coleccionista lo hubiera conservado para exhibirlo.

El señor Kerry, que va en mangas de camisa, al tiempo que observa esta reliquia del pasado, quizás esté pensando en la inutilidad de un bloqueo que ha durado (y aún dura) tantos años, en los repetidos intentos de desestabilización del régimen cubano, incluidos numerosos atentados frustrados contra Fidel Castro, en el desastre de Bahía Cochinos, en la crisis de los misiles entre Kennedy y Kruschov, en las migraciones de los "balseros", en el contencioso por la custodia del niño Elian González en la base de Guantánamo convertida en un centro de tortura, y en toda la retórica propagandística que se utilizó como munición dialéctica en una confrontación desigual entre la primera potencia mundial y un país de apenas diez millones de habitantes.

En el curso de esos años, hubo un momento, sobre todo después de la desaparición de la Unión Soviética (único sostén financiero del estado cubano) que se dio por hecho que el régimen de los hermanos Castro no podría resistir mucho tiempo. Pero lo hizo. Y aún acabó por encontrar alivio en los tratos con la Venezuela de Chávez (sanidad y educación a cambio de petróleo), en la simpatía de otros gobiernos de inspiración bolivariana y hasta en Brasil y Argentina. Lo que antaño se llamaba "patio trasero" de Estados Unidos ya no respondía unánimemente a las órdenes ni toleraba imposiciones, ni golpes militares para cambiar gobiernos a capricho.

En el intercambio de discursos con ocasión del restablecimiento de relaciones diplomáticas, hubo, como es natural, reafirmación, siquiera formal, de supuestos valores propios. El secretario de Estado, señor Kerry, insistió en que su gobierno "seguirá reclamando al de Cuba que cumpla sus obligaciones según las convenciones de derechos humanos de la ONU". Y el ministro de Exteriores cubano, Bruno Rodríguez, no sin ironía, le replicó que "nosotros también estamos preocupados por los derechos humanos en Estados Unidos".

La invocación a los derechos humanos por quienes los violan con habitualidad no pasa de ser un recurso retórico trasnochado. Estos días se habla en los medios sobre las oportunidades de negocio que se le abren a las empresas europeas y especialmente a las españolas en Cuba. Una posibilidad que estuvo fuertemente condicionada estos años por la llamada Posición Común que impulsó Aznar, entonces el chico de los recados de Bush.

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