Por regla general, no me gusta comentar crímenes horribles como el de Moraña. Por respeto a las víctimas, por respeto a sus familias, vecinos y conocidos, por respeto a los lectores, y por respeto a mi mismo. E incluso ¿porqué no? por respeto a la familia del criminal, a la que se supone consternada por haber criado en su seno a un ser repulsivo.
Conocer de esos asuntos, de sus causas, efectos, castigos y reparaciones es competencia de los jueces,de los médicos forenses, de los policías y de los funcionarios de prisiones, personas avezadas en tratar con lo más desagradable de la conducta humana. El resto de la sociedad, solo podemos condolernos y horrorizarnos por el hecho de que entre nosotros haya seres malvados y capaces de llegar a extremos de crueldad tan aberrantes.
¿Qué se puede decir de un padre que le sierra la cabeza a sus dos hijas menores de edad con el propósito (eso he leído en la prensa) de hacer sufrir a la madre de la que estaba separado?. Aunque no parece que esa sola haya sido la causa, porque de las informaciones que llegan sobre la personalidad del criminal los psiquiatras y los jueces seguramente todavía sacarán más conclusiones. Algunas, tendrán que ver con la pena que haya de imponerse al autor de los crímenes y con su tratamiento penitenciario. Y otras, sobre la forma en que se puedan detectar conductas peligrosas para evitar a tiempo la eclosión de la violencia homicida.
Cada poco, los medios nos enteran de la muerte de una mujer a manos de su pareja, o expareja, de la que estaba separado. En unos casos de forma en apariencia sorprendente, y en otros, pese al alejamiento de la víctima decretado por un juez en consideración a conductas violentas previas o amenazas. Imagino que, respecto del crimen de Moraña, con el paso de los días se irán sabiendo cosas que contribuirán a perfilar la personalidad del parricida. Un hombre que se separa de su mujer tras confesarle que mantenía relaciones homosexuales con un dentista, árbitro en concursos de perros y empleado en la agencia inmobiliaria de un familiar. Eso sí, tenía una denuncia pendiente por agredir a una médica en un centro de salud, a la que intentó asfixiar cogiéndola por el cuello.
¿Da todo eso, para negarle la custodia compartida de las hijas a las que terminó asesinando? Poner en cuestión la medida, una vez conocido el trágico desenlace, es ventajista y nos llevaría a un debate muy extenso sobre lo que debe considerarse una conducta normal, una familia normal, un padre normal, sobre la necesaria protección de los menores en los procesos de separación, y sobre la extensión de derechos a personas que no están preparadas para ejercerlos. El relato periodístico de las últimas horas de esas pobres niñas yendo de fiesta en compañía del monstruo que planeaba friamente matarlas y de un novio ocasional resulta estremecedor. El suceso nos trae a la memoria al parricida de Córdoba que después de matar a sus dos hijos los incineró en un parrilla. O el crimen de la niña Asunta en Compostela, una muerte de la que son principales sospechosos sus padres adoptivos. Entrar en la cabeza de los asesinos es una tarea enojosa.