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De vuelta y media

El caso de los mendigos o De la Ballina versus Filgueira

Una operación urdida desde el Ayuntamiento para erradicar la indigencia de las calles de la ciudad acabó como el rosario de la aurora

La persecución de la mendicidad ha sido un asunto recurrente desde tiempo inmemorial, pero su erradicación nunca ha estado cerca por una dificultad intrínseca a su propia naturaleza.

Hace cincuenta años el Ayuntamiento de Pontevedra tenía en vigor medidas muy drásticas al respecto y la Policía Municipal contaba con instrucciones precisas para impedir su asentamiento en la ciudad, particularmente durante la temporada veraniega.

En aquel contexto se produjo un lamentable suceso que he recogido solo de pasada en el libro "Filgueira Valverde. Crónica de una alcaldía, 1959-68", de reciente publicación, y que paso a desvelar en detalle ahora para despejar cualquier sospecha de ocultación intencionada que me ha transmitido cierto lector malévolo. Cincuenta años después se supone que la herida está ya cicatrizada.

El incidente se desencadenó un mal día del mes de mayo de 1966, con Filgueira ausente en Madrid por razón de su cargo para gestionar diversos asuntos. El alcalde en funciones, José Puig, y el jefe de la Policía Local, Salvador Omil, urdieron sin su conocimiento un drástico plan para limpiar de mendigos la ciudad, tal y como establecía la ordenanza en vigor.

La participación o el respaldo a esa operación por parte de una tercera persona, el concejal delegado de dicho cuerpo, José Hermida, no está acreditada de manera tan fehaciente como la implicación de Puig y Omil. Su posterior designación como instructor del expediente para aclarar lo ocurrido hace pensar en el distanciamiento de Hermida Vidal.

El jefe Omil montó un pequeño dispositivo policial y efectuó sin dificultad una gran redada en las calles de la ciudad que cogió por sorpresa a los mendigos habituales. No escapó ni uno. Una vez concluida esta primera fase de la operación se puso en marcha de inmediato la segunda parte, que consistió en el traslado de los mendigos lejos de Pontevedra, según se supo más tarde con el pastel al descubierto.

Cuando la noche se echó encima, los mendigos fueron trasladados hasta la cima del monte Castrove, y allí fueron liberados y dejados a su suerte para que tomaran otros caminos y no volvieran más a esta ciudad.

El escarmiento hizo su efecto y la mayoría no regresó, pero una mujercilla que malvivía en el quinto infierno de la parroquia de Lérez consiguió llegar con la luz del día siguiente a su destartalada vivienda en estado deplorable.

El doctor Manuel González de la Ballina se quedó literalmente horrorizado cuando vio entrar en su consulta de beneficencia a aquella pobre mendiga. Su cuerpo estaba cubierto de heridas y rasguños, desde la cabeza hasta los pies. El aspecto era tan lastimoso que el médico de Lérez no alcanzaba a imaginar qué podía haberle pasado y enseguida se interesó por el origen de su desgracia.

La sorpresa inicial de González de la Ballina se convirtió en rabia contenida cuando escuchó horrorizado por boca de aquella paciente ocasional el relato pormenorizado de su atribulada vivencia. La mujer le contó que tras su liberación por los guardias municipales vagó perdida por el monte durante toda la noche y cayó en repetidas ocasiones por varios desniveles a causa de la oscuridad, incluso rodó por alguna ladera. En definitiva, estaba viva de milagro.

Entonces González de la Ballina ejerció su bien ganada condición de voz de la parroquia de Lérez en el Ayuntamiento de Pontevedra y exigió una explicación en detalle sobre tan negro episodio, que consideró un abuso de poder contra gente muy humilde.

Tras las primeras averiguaciones, el alcalde Filgueira compartió la preocupación trasmitida por De La Ballina y ordenó la apertura de un expediente para llegar hasta las últimas consecuencias. El teniente de alcalde y concejal delegado de la Policía Municipal, José Hermida, fue nombrado juez instructor.

Pasados seis meses sin recibir ninguna información, el concejal denunciante montó en cólera. Ante la dilación observada por porte del engranaje municipal intuyó un claro intento de echar tierra sobre un asunto incómodo que olía mal. Seguramente no estaba equivocado.

Durante tres sesiones plenarias de forma consecutiva, González de la Ballina pidió la palabra para denunciar la cuestión, lamentar su demora y exigir una explicación. Y en todas las ocasiones topó con un Filgueira infranqueable, que una y otra vez se negó en redondo a debatir el asunto en público.

Con toda la autoridad que tenía como alcalde, incluso prohibió al concejal la lectura de un escrito alusivo para conocimiento de la corporación. Aquella postura de Filgueira que no comprendía, encorajinó más a De la Ballina, que incluso amenazó con una declaración pública.

Sin airearse nunca un solo detalle, el expediente se cerró a principios de 1967 con una propuesta de sanción por parte del instructor que Filgueira aceptó. La parte más débil pagó el pato, aunque la sangre no llegó al río y la trayectoria del jefe de la Policía Municipal no sufrió mancha alguna. Gajes del oficio.

Salvador Omil continuó al frente del cuerpo y se convirtió luego en toda una institución. Con su actitud dialogante y afable se ganó el respeto de alcaldes y corporaciones que conoció hasta su tardía jubilación.

Nadie asumió, sin embargo, la responsabilidad política de aquel feo asunto que De la Ballina reclamó infructuosamente. Por ese motivo sufrió lo indecible y más, dada su fuerte conciencia social.

Nunca cumplió su amenaza de revelación pública, ni tampoco presentó una denuncia judicial. En cambio sí narró con pelos y señales a quien quiso escucharlo su pesarosa experiencia en el caso de los mendigos.

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