Uber (empresa nacida en San Francisco) desarrolla y gestiona aplicaciones que permiten poner en contacto conductores de automóviles privados con eventuales clientes que los solicitan para desplazamientos low cost. Por la incidencia en el servicio suministrado históricamente por taxistas, y las consiguientes reacciones violentas de estos profesionales en todo el mundo, Uber simboliza el impacto negativo que las tecnologías de la información y comunicación (TIC) están provocando en sectores económicos tradicionales. En algunos países han aparecido neologismos tipo hacerse uberar (del inglés to be ubered) refiriéndose a la aprensión que resienten empresarios y trabajadores ante la posibilidad de despertarse un día descubriendo que han sido devastados por una dura competencia que ofrece el mismo servicio pero a un precio incomparablemente más bajo gracias a las TIC.

La prensa en soporte papel (print) fue una de las primeras actividades económicas tradicionales a hacerse uberar por un tsunami digital cuyo reflujo muestra un panorama desolador. Evidentemente, parte del problema viene de la caída de la publicidad en soporte papel como consecuencia de la crisis y no está relacionado con las TIC. No obstante, el león del mercado que acapara casi la mitad de la publicidad por Internet es Google (cuyo modelo publicitario retrocede ahora frente a Facebook)

| El problema del coste cero. Por coste marginal se entiende el incurrido en la obtención de una unidad adicional independientemente de los costes fijos necesarios para producirla. En industrias relacionadas con la economía inmaterial o numérica/digital los costes fijos pueden ser muy elevados, pero los costes marginales son prácticamente nulos. Por ejemplo, desarrollar un sistema como Windows requiere la participación de numerosos analistas y programadores altamente cualificados que llevan a la empresa promotora a soportar cuantiosos costes fijos para obtener el programa prototipo. Una vez obtenido, la reproducción de cada unidad marginal/adicional conlleva un coste prácticamente nulo. Asimismo, las empresas TIC con costes fijos elevados y, por lo tanto, economías de escala por el alargamiento de series con reducción del coste medio, adquieren una posición dominante en su mercado e incluso pueden coparlo como es prácticamente el caso de Google por los así llamados "efectos de red" o ley de Metcalfe. Las primeras empresas en entrar en este tipo de mercados intentan levantar barreras difícilmente franqueables a sus eventuales competidores.

Ahora bien, como no solamente el coste marginal de producción es nulo sino que también lo son el coste de almacenamiento (en un CD, por ejemplo) y de distribución (vía Internet) la tentación de servirse gratuitamente de ella es elevada. Especialmente si los contenidos digitales conciernen a la información o el entretenimiento.

| Gratuidad y crisis de la edición. El caso es que se ha llegado a una especie de sentimiento colectivo de derecho a la gratuidad digital indiferente a los costes fijos que hay detrás del bien o servicio usufructuado. La gratuidad ha calado tan profundamente que, para numerosos internautas, se ha convertido en un derecho implícito. En cierta medida, la gratuidad de bienes y servicios ofertados en la Red -algunos de ellos ofrecidos libremente, cierto es- corresponde a una ampliación asumida espontáneamente de lo que se suponen derechos adquiridos en el Estado-providencia. En sus trazos generales, la demanda de gratuidad no es un fenómeno nuevo. La gratuidad al acceso, uso y consumo de bienes públicos se ha elevado al rango de dogma en las sociedades tuteladas por el Estado-providencia. Así, el mecanismo de gratuidad explica, en parte, la crisis del universo de la edición de música, libros, prensa y cine, renqueante desde hace diez años.

En mayor o menor grado, en todos los países desarrollados existe una demanda creciente al acceso universal y gratuito - ¡y de calidad!- a la educación, sanidad, justicia, cultura e incluso al transporte público, al estacionamiento de vehículos particulares y a la circulación libre de peaje en autopistas. Si el Estado dispone de medios es difícil oponer crítica alguna a dicha demanda. Al menos a favor de personas que no disponen de recursos pero con iguales derechos que las demás al disfrute de bienes básicos en toda sociedad civilizada. Sin embargo, detrás de esta generosa panoplia de demandas/propuestas, de marcado carácter político, frecuentemente en contradicción con la ciencia económica que ampara soluciones tendentes a igual bienestar colectivo con menos coste, se oculta el deseo de una gratuidad insidiosa que no se apoya ni en el procomún tutelado por el Estado ni en la benevolencia social, sino en usos que se han ido instalando poco a poco adquiriendo implícitamente categoría de ley.

A la información, tomada como un bien público, y al sentimiento de gratuidad tomada como derecho adquirido, han contribuido empresas que son actores principales o cuasi monopolios (Google) de la economía numérica. No les importan -pero al Estado, sí- los efectos colaterales de su reverso perverso en lo que concierne a la valoración del trabajo. Resulta evidente en el caso de la prensa en papel que, hábitos de gratuidad mediante, ha sido encerrada en un modelo económico del que difícilmente puede obtener beneficios, lo que equivale a desvalorizar su trabajo.

Ocurre que los hábitos de gratuidad fueron asimismo fomentados por grandes editores internacionales de prensa print felices de ampliar la audiencia en Internet constitutiva de un crecimiento potencial de lectores y de ingresos publicitarios, o eso creían. La audiencia se ha disparado pero los ingresos publicitarios no siguen en la misma proporción ni las suscripciones en línea compensan, en el conjunto de la industria, la pérdida de lectores en la versión papel. Visto con perspectiva actual, la gratuidad fue un error de juicio que arrumbó el business model de la prensa tradicional sin haberlo sustituido por otro adaptado a la versión digital. Sobra decir que no todos los periódicos pueden ofertar una información tan especializada como la del Financial Times para captar abonados a la edición digital. Hasta un diario señero como New York Times se deshizo el año pasado de su directora de redacción precisamente por problemas de estrategia numérica.

En su conjunto, con los datos del Pew Institute, los medios de comunicación en EE.UU (print, digital, radio, televisión) pasaron -del año 2006 al 2014- de una cifra de negocios de 94.000 millones de dólares a 63.000 millones por la bajada de la difusión en los soportes tradicionales y la caída de los ingresos publicitarios, consecuencia de un cambio de hábitos que las ediciones en línea no han logrado compensar.

| ¿Es el periodismo de combate la solución? Ante esta situación hay quien propone un periodismo de combate capaz de fidelizar a aquellos lectores que se sienten implicados en la conservación del periódico con el que se identifican ideológica o intelectualmente. Independientemente de que este tipo de periodismo fracasó históricamente, el recurso a posiciones menos ortodoxas en aras de lograr mayor notoriedad, tampoco es garantía de equilibrio económico.

El diario inglés de centro-izquierda The Guardian gracias al acceso gratuito a todos sus artículos cuenta mensualmente con 100 millones de lectores únicos, pero incurriendo en pérdidas crecientes. En EE.UU, el Christian Science Monitor, primer periódico de difusión estatal que abandonó la edición en papel por la digital de acceso libre, se mantiene por la subvenciones de la iglesia que lo fundó en 1908.

La voluntad de notoriedad e influencia política en el caso de The Guardian (TG) viene de la época de George W. Bush, cuando internautas estadounidenses buscaron en Europa un referente de izquierdas que suministrara munición teórica contra los republicanos. Este azar histórico se convirtió con el tiempo en estrategia económica convirtiendo a TG en un medio con influencia global, gracias al inglés. TG se publica seis días a la semana, los domingos el mismo grupo editorial saca The Observer. En el ejercicio contable 2013/14 entre ambos periódicos perdieron 41 millones de euros y otro tanto en el ejercicio precedente. De momento el Guardian Media Group aguanta porque la fundación sin finalidad lucrativa (The Scott Trust) que lo subvenciona ha realizado enormes plusvalías con las ventas de distintos activos del grupo, consiguiendo un colchón de 1.000 millones de euros que genera rendimientos financieros aparentemente suficientes.

La difusión diaria de The Guardian se mantenía relativamente estable a finales del 2014 con 185.000 ejemplares impresos que le procuraron ingresos de 190 millones de euros a los que hay que añadir otros 96 millones por actividades numéricas con un crecimiento del 25%. En septiembre de 2014 los sitios Web de TG recibieron, sin contar el tráfico en soporte móvil, 42 millones de visitas, es decir la cuarta audiencia mundial para un medio anglosajón, detrás de Huffington Post, CNN y Mail Online y delante del New York Times. Si con 100 millones de visitantes únicos mensuales la publicidad en línea no compensa la gratuidad, ¿cómo van a cuadrar cuentas periódicos de menor audiencia cuando cae su difusión e ingresos publicitarios en papel? Es de cajón: recortando todo tipo de gastos si hay margen porque la suscripción a la edición digital no es una alternativa decisiva.

Para mantenerse como medio de influencia global TG debe sufragar una plantilla de 1.500 empleados, redacción de 650 periodistas, en parte internacionalizada y por tanto cara. La búsqueda de notoriedad por la gratuidad para convertirse en un medio de influencia global no es condición suficiente, con vistas a alcanzar el equilibrio económico, via publicidad, y menos aun obtener beneficios, si The Guardian conserva costes fijos elevados para potenciar su influencia. Dicho de otra forma, Internet concentra en pocas manos la apropiación del valor creado (Google, Facebook, etc.) y desvaloriza el trabajo en algunos sectores tradicionales aunque, en el caso de la prensa, paradójicamente propulse la notoriedad de sus contenidos.

Juan José R. Calaza

es economista y matemático

Guillermo de la Dehesa

es economista del Estado y presidente del CEPR (Londres)