Es noviembre un mes muy propicio para recordar la importancia que la escultura funeraria ha tenido en la historia del arte, no solo como testimonio valioso de la coherencia entre fe y estética, sino también como documento histórico. Se trata de una lección inscrita en piedra, mármol o bronce que, aunque con un vocabulario específico que suele reflejar la dignidad de su función, nos ilustra también sobre los avatares económicos, sociales y artísticos de cada momento.

No obstante, en la actualidad este arte está viviendo una serie de vicisitudes determinadas en gran manera por los cambios sociales en lo que a creencias y ritos funerarios se refiere. Esto ha llevado a una socialización de la muerte y como consecuencia de ello los cementerios se estandarizan y solo son proyectados para dar cabida a hileras de panteones impersonales, sin lugar posible para el arte.

Hasta ahora la escultura funeraria ha contribuido a enriquecer nuestro patrimonio cultural haciendo que Ourense sea una provincia rica en este tipo de escultura. Como ejemplo para confirmar esto, basta que hagamos un breve recorrido por la catedral que nos va a permitir poder valorar la riqueza artística, la evolución de los estilos y el cambio de gustos a través de los siglos.

La catedral, por si sola, encierra un completo e interesante catálogo desde el siglo XIII al XIX. Ante la imposibilidad de enumerar todas la obras, son dignas de especial mención el Sepulcro del obispo desconocido (siglo XIV), con un programa iconográfico que narra con riqueza de detalles y gran calidad artística la misa funeral del obispo, lo que lo convierte, a su vez, en un documento histórico de gran valor. El sepulcro del obispo vasco Pérez Mariño (siglo XIV) al que a su calidad artística hay que añadir que a él se debe la introducción del culto al Santo Cristo en la ciudad y enfrente a su capilla se ubica precisamente el monumento.

En la segunda mitad del siglo XV cuando el Renacimiento comienza a dejarse ya sentir en muchas obras, el bachiller Alonso González es esculpido de forma aún muy medieval en posición yacente descansando su cabeza y sus pies sobre unos libros. El libro, como alusión a la cultura, también aparece en la tumba Juan Deza ejecutada medio siglo después.

Si en la Edad Media había una preferencia por representar al fallecido en actitud yacente, en el siglo XVI algunos ya son representados como figuras orantes como sucede en los dos sepulcros en mármol policromado de la familia Noboa Villamarin o del cardenal Febos Rodríguez que añade la particularidad de estar realizada en madera policromada, material poco frecuente en este tipo de escultura.

Durante los siglos XVII y XVIII hay una página en blanco en lo que se refiere a escultura funeraria, pues solo se aproximan a tal clasificación los sepulcros-relicarios de S. Facundo y S. Primitivo y Sta. Mariña y Sta. Eufemia, situados en la capilla mayor forman parte de sendos retablos obra de Castro Canseco. Los sarcófagos aparecen acompañados por las figuras de los respectivos santos ataviados elegantemente a la moda de la época.

El siglo XIX está dignamente representado en el templo por el sepulcro del cardenal Pedro de Quevedo y Quintana, hombre querido al que le tocó vivir momentos difíciles desde el punto de vista político en los convulsos años de comienzo de siglo. El monumento fue sufragado por un admirador y realizado por el escultor Antonio Solá en mármol de Carrara en un estilo muy italianizante y academicista, en consonancia con el gusto de la época. Este sepulcro supone el canto del cisne de la escultura funeraria en la catedral de Ourense.

(*) Doctora de Historia del Arte, catedrática de educación secundaria.