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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Preservar a los incompetentes

Gracias a la medicina española -que no al Gobierno-, el estado de salud de la sanitaria infectada de ébola ha mejorado apreciablemente y, si la evolución continúa en el mismo sentido, pronto podrá darse la enfermedad por vencida. Cuando eso ocurra, será llegada la hora de reabrir el debate sobre la descoordinación calamitosa del aparato político encargado de afrontar esta crisis (especialmente la ministra de Sanidad) y sobre los insultos que la enferma recibió del lamentable consejero de la comunidad de Madrid, ese que llegó bien comido a la política, como él se encargó de propalar.

Una actuación, la de los dos, que indignó a la opinión pública. El presidente del Gobierno, fiel a su estilo de dejar correr el tiempo, tardó unos días, demasiados, en reaccionar, pero al cabo de ellos marginó a la ministra y nombró a su vicepresidenta como cabeza de una comisión donde predominaba la gente con formación científica.

A partir de ese momento, la agitación social se aquietó y los acontecimientos comenzaron a desenvolverse ordenadamente, al percibir la ciudadanía que a los mandos de la operación había gente competente y conocedora del problema y no unos políticos que no cesaban de decir tonterías.

Ahora, nos queda por saber si Rajoy se atreverá a cesar a su buena amiga Ana Mato; e Ignacio González, al ventripotente consejero madrileño, dado que, por causa del peculiar Sistema Nacional de Salud que tenemos, las responsabilidades y las competencias están compartidas entre la administración central y la autonómica.

En un primer momento, cuando el caos organizativo era patente, el señor Rajoy nos quiso explicar que la decisión de sancionar responsabilidades políticas debería aplazarse a un momento posterior, cuando la situación se tranquilizase un poco. Un razonamiento que no tiene pies ni cabeza, ya que significa dejar al frente del negocio a quienes aparentan ser los principales responsables del desaguisado. Es como si una compañía de transportes por carretera, ante la denuncia de los viajeros sobre el comportamiento imprudente de un conductor que va dando bandazos bajo sospecha de ir un tanto bebido, en vez de sustituirlo inmediatamente por otro en mejores condiciones, decide aplazar la decisión hasta el termino del viaje. Una temeridad que acabaría por hacer también responsable a la cabeza de la compañía. Desgraciadamente, en esto, como en tantas otras cosas, se ve que la conducción del Estado no se rige por las mismas reglas de prudencia que las que obligan a las empresas de transporte, y hasta es posible que los incompetentes se eternicen en sus puestos, o sean ascendidos a otros mejor remunerados.

No obstante, este es un problema menor comparado con el destrozo deliberado a que se sometió a la sanidad pública madrileña, mediante el desmantelamiento del hospital Carlos III (donde existía una muy bien montada unidad de infecciosos y enfermedades tropicales) y el intento de privatizar la gestión de varios hospitales y centros de salud. Una operación de la que no cabe responsabilizar solo a la comunidad autónoma y que solo pudo haber tenido impulso con la anuencia del Gobierno central. No cabe en cabeza humana (y aún sería peor) que una autonomía pueda alterar la esencia de un Servicio Nacional de Salud por su cuenta y riesgo.

¿O sí puede?

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