Hace ya unos cuantos años, Juan Goytisolo publicó un artículo titulado Vamos a menos. Su intención era suscitar un debate acerca de la cultura en España; no sé en qué quedó aquello, salvo una respuesta de Benjamín Prado en El País.

Durante muchos tiempo acumulé y encuaderné los suplementos literarios de distintos periódicos; semanas atrás, echándole una ojeada al de El País del 19 de febrero de 1989, tomé nota de las diez obras más vendidas; aunque no crea en ese tipo de listas, reproduzco aquí los autores que aparecían: 1.-T. Wolfe 2.-Torrente Ballester 3.-Mourad 4.-Mahfouz 5.-Vázquez Montalbán 6.-Muñoz Molina 7.-J. Llamazares 8.-P.D. James 9.-Maalouf y 10.- Ricardo de la Cierva.

Como se aprecia, la mayoría de ellos escritores que, pueden gustar más o menos, pero son literatos, salvo Ricardo de la Cierva, un historiador. Si hoy uno repasa una de esas listas, se descubre entre los libros más vendidos, aparte de los nombres consagrados (Pérez-Reverte, Marías, Almudena Grandes, Vargas Llosa), una sucesión de biografías de futbolistas veinteañeros, de monstruos televisivos, superventas fútiles, erotismo chabacano, libros de autoayuda, recetarios memorias de expresidentes y una grosera acumulación de delitos ecológicos en papel impreso.

Por otra parte, en aquellos suplementos había artículos de autores españoles y extranjeros que eran verdaderos ensayos; uno se encontraba con lingüistas, filósofos, ensayistas, novelistas, poetas. Hoy tales suplementos se han convertido en portavoces y sostén publicitario de los grandes grupos editoriales y para tener acceso a críticos interesantes e independientes o a autores de calidad pero sin el ringorrango de un grupo editorial crematístico detrás de ellos que los promueva, debe acudir a revistas de limitada difusión o a blogs, a una especie de territorio compuesto por sectas y grupos resistentes.

Actualmente, en esas listas detestables que nada tienen que ver con la literatura, aparecen entre los más vendidos los nombres de dos o tres escritores de renombre y el resto son libros que no llegan a poder considerarse literatura sino productos comerciales. Con todo, se da una situación paradójica: probablemente nunca se haya leído tanto como ahora, de lo cual cabe deducir que se leen esos libros citados anteriormente y de escasa o nula calidad y que se lee en un soporte distinto al papel, ya que numerosas editoriales, librerías y quioscos cerraron sus puertas.

¿Vamos a menos? Posiblemente no sino que las circunstancias nos han obligado a variar el rumbo. Afortunadamente, para el lector atento y curioso, existen reservas todavía en las que hallar esas obras que nos consuelan y nos marcan y nos forman, pequeñas editoriales independientes que eligen con mucho cuidado qué libros publicar, a qué autores prestarles atención y que editan con sumo cuidado.

Uno aún puede refugiarse en las trincheras para hacer frente al enemigo. Esas reservas eran hace años las librerías, librerías literarias, esas librerías de verdad que como dice el crítico y escritor Jorge Carrión, deberían estar subvencionadas. ¿Por qué no? Si las obvenciones se dilapidan en fiestas gastronómicas y en batallas de flores y en concursos de belleza y en otras zarandajas miserables, ¿por qué no ser generosos con la cultura? Seguramente porque la cultura no da votos sino que arma voces críticas contra el poder: el voto se garantiza por el estómago y no por el cerebro.

Dichas librerías, añado yo, deberían estar catalogadas como bienes de interés cultural o patrimonio de la humanidad. La conclusión de todo este panorama es que a la literatura, a la ciencia, al cine, al teatro, es mejor dejarlos languidecer, mantenerlos alejados como a enfermos contagiosos y sí, posiblemente las artes y la literatura (nunca entendí bien esa dualidad) sean enfermedades contagiosas y leves.

¿Vamos a peor? No quiero incurrir en esa contundencia con la que Goytisolo aseguraba que sí. Posiblemente estemos asistiendo a un mundo que se desvanece y muta y algunos agoreros aún no somos capaces de advertir las cualidades de ese cambio y nos empecinamos en una nostalgia empalagosa evocando eso que se denomina tiempos mejores y que tal vez sean más que los cimientos de una nueva forma de entender la literatura.