Coincidiendo con el estreno de "¡Boom!", un programa en el que los concursantes desactivan explosivos de pega, los gallegos más falleros han vuelto a dar rienda suelta a su afición a la pólvora allá por tierras de Lugo. Una bomba alevosa y nocturna demolió parte del edificio del Concello de Baralla, de acuerdo con el curioso método dialéctico que la policía ha atribuido en esta y anteriores ocasiones al grupo autodenominado Resistencia Galega. Lo de Galicia es un boom, aunque no se trate en modo alguno de una broma.

Ahora que la ETA ha abandonado sus sangrientas costumbres y hasta el Grapo parece un mal recuerdo, choca un tanto que la última facción terrorista en activo dentro de la Península tenga patente gallega.

El dato no casa en modo alguno con los hábitos de este pequeño reino del noroeste que disfruta de una fama -sin duda merecida- de ser hogar de gentes pacíficas. El gallego es un pueblo levemente budista que se goza en el sosiego de ver crecer la hierba, como acaso demuestre el caso de Ero: aquel monje del monasterio de Armenteira que tras oír el dulce canto de un pajarito cayó en trance y se mantuvo en éxtasis durante tres largos siglos.

Al pobre Ero lo arrancarían hoy de su beatitud las bombas que de cuando en vez hace explotar -sin motivo aparente- la banda que estos días ha conseguido ocupar de nuevo espacios en los papeles y telediarios. Quizá el de salir en la tele sea de hecho su único propósito definido, aunque los resistentes vayan por ahí poniéndole artefactos a los alcaldes que encargan misas por Franco o a aquellos otros que justifican los fusilamientos a los que tan aficionado era el Caudillo.

En realidad, los músicos de esta singular banda de heavy metal con vocación petardista llevan ya algunos años en la faena de ir dejando aquí y allá ollas explosivas, como quien siembra pimientos de Padrón. Si ahora parecen haberla tomado con los alcaldes añorantes del dictador, antes habían desplegado ya su furia dinamitera contra las sucursales de los bancos y alguna urbanización de chalés pareados que a su juicio incumplía con las normas de protección del paisaje. Era, por así decirlo, su curiosa y un tanto abrupta manera de presentar alegaciones urbanísticas y enmiendas al plan general de cada municipio.

Quiso la buena fortuna que las bombas no hayan producido hasta ahora más daños que los estrictamente materiales; pero no conviene tentar a la suerte. Sabido es que esta clase de ingenios explosivos los carga el diablo: y nadie está en condiciones de garantizar que cualquier día -por azar o error de cálculo- acaben por dejar alguna víctima entre la gente que pasaba por allí.

Sorprende, ya se dijo, que sea precisamente la apacible Galicia el último lugar de la Península en el que un grupo sigue empeñado en argumentar con la dialéctica de las bombas para la consecución de lo que, usando terminología militar, llaman sus "objetivos".

Será que todo llega con retraso a esta esquina noroccidental de Europa. Ya se trate de las autovías, del tren-foguete o hasta del verano, que últimamente cae aquí por octubre, las cosas suelen llegar con notable demora a Galicia. No extrañará, por tanto, que el terrorismo ya desaparecido en el resto de España esté dando su último y anacrónico coletazo en este reino de lluvia y calma. Raros que somos.

stylename="070_TXT_inf_01">anxel@arrakis.es