El viento austericida no está de moda. Quizá porque dejó demasiados cadáveres a su paso. Aquella inflación con la que todo el mundo se crió, y algunos envejecieron, se ha vuelto deflación. De ahogarse con la subida de precios, como si subiese el nivel del agua de un río y anegase todo, se ha pasado a la atonía y muerte por falta absoluta de líquido elemento.

El empeño por convertir a los españoles en chinos no ha dado resultado. La jibarización de salarios se ha vuelto contra todos. En las primeras fases del proceso las empresas mejoraban la cuenta de resultados. O al menos frenaban el empeoramiento galopante. Una a una la estrategia funcionaba. A estas alturas es evidente que se trataba de un espejismo, de una operación fatal para todos.

Desde el proceso de liberalización de finales de los años cincuenta del pasado siglo los españoles hemos luchado como negros para dejar de ser chinos. Había que superar aquellas viviendas miserables para cuatro familias hacinadas y derecho a cocina como lujo. Tiene gracia, maldita gracia, que con la crisis se haya implantado el discurso oriental: aquí las cosas no funcionan porque las empresas se van al Pacífico donde los salarios son muy inferiores de manera que la solución es que cada cual se vuelva amarillo. Todos felices.

Regresan los keynesianos ante el fracaso de los liberales. En realidad el austericidio no tiene nada de liberal porque no es resultado del libre mercado si no de la intervención brutal del Gobierno y sus torpes leyes. Pero es igual, la izquierda siempre tiene razón sobre todo a la hora de poner nombres que son motes y descalificaciones.

Como en la maldición del principio de incertidumbre -Heisenberg y su mecánica cuántica- ahora el caso es no pasarse. De salarios bajos hay que ir a niveles medios pero evitando que se disparen al alza los parámetros. ¿Cómo se consigue ese desiderátum?

Vuelta la burra al trigo: con libre mercado. No existe otra forma de asignar eficientemente. Pero como no hay tal, solo cabe el recurso a los tecnócratas. Echan sus cuentas, hacen sus cálculos, manejan, o sea, manipulan resortes fiscales y de los otros -no sobra llorar un poco en Bruselas a ver si la moneda común ayuda- y a rezar porque no tienen garantía de acierto en un escenario cambiante. Y siempre considerando la productividad que depende también de otros factores. Por ejemplo, de la inversión en nuevas tecnologías y de la reforma de las empresas en todos los sentidos. El círculo virtuoso está siempre al alcance de la mano pero se escurre y se escurre entre otras cosas porque hay mucho miedo y el conservadurismo más cerrado a veces parece la única solución inteligente.

A más inversión, más empresa; a mejores salarios, incremento de los consumos y, así, con el crecimiento de la riqueza son verosímiles superiores ingresos fiscales sin los cuales es imposible frenar y no digamos reducir la deuda pública que, como boa constrictor, amenaza con asfixiar a tirios y troyanos.

Un átomo de optimismo acaba haciendo granero. En todo caso, qué fácil es predicar y qué difícil implementar sobre todo en año electoral que anima a tirar por la calle del medio y por eso amenaza con excesos que nos acabarían situando en el punto negro de partida. Otra vez