El profesor norteamericano de Ciencia Política Allen Buchanan publicó en 1991 un estudio que pretendía exponer un conjunto de reflexiones morales sobre la secesión. Traducido al castellano el año pasado ("Secesión. Causas y consecuencias del divorcio político", Ed. Ariel, 2013), contiene un prólogo para españoles titulado provocadoramente: "¿Tiene Cataluña derecho a la secesión?". Hay que advertir que el vocablo "derecho" viene empleado en términos de ética política, sin referencia al ordenamiento jurídico, ya que lo que Buchanan pretende articular es una teoría de la licitud moral de la secesión. Según esa teoría, la respuesta a la cuestión planteada respecto de Cataluña debe ser negativa.

En primer lugar, el derecho incondicional de cualquier "pueblo" a la secesión resultaría algo indudablemente peligroso, ya que conduciría a una fragmentación política ilimitada que no generaría más que inestabilidad y altos costes económicos. Como escribió un gran estudioso del nacionalismo, Ernest Gellner, existe un enorme número de naciones potenciales en la Tierra, mucho mayor que el de posibles Estados viables. Ahora bien, esto no obstante, si una mayoría de catalanes quiere la independencia, ¿no exige el respeto a la democracia que les sea concedida? No, sostiene Buchanan, porque la democracia constitucional no implica únicamente el gobierno de la mayoría, sino también el respeto de los derechos individuales y de las demás disposiciones de la Constitución, las cuales han sido diseñadas para garantizar que la voluntad de la mayoría no haga quebrar la propia democracia. Además, la secesión mediante un simple plebiscito local se opone a la confianza en el proceso democrático y en los conciudadanos, o sea, a la estabilidad del Estado y de los lazos de pertenencia a la comunidad política. Dicho de otro modo y por mi cuenta: la determinación de quiénes son nuestros compatriotas y quiénes han de considerarse extranjeros no puede depender, en un Estado democrático como el nuestro, de un sector de la población territorialmente acotado, sino de todo el electorado nacional.

En segundo lugar, ¿tiene fundamento, en orden a justificar moralmente la secesión, el ofensivo eslogan "España nos roba"? La acusación nacionalista de redistribución discriminatoria, observa Buchanan, pasa por alto que en todos los Estados comprometidos con el bienestar de la ciudadanía existe una considerable redistribución interregional. Si el régimen tributario es progresivo --paga más impuestos quien posee más riqueza--, algunas regiones, las más ricas, aportarán un flujo mayor de ingresos a la Hacienda común; y a menos que rechacemos la idea misma del Estado del bienestar, tendremos que aceptar que determinadas regiones aporten más de lo que reciben. Así, la verdadera cuestión radica en dilucidar cuándo la redistribución deviene discriminatoria y, por tanto, injusta. En este sentido, cabe añadir a lo dicho por Buchanan que una fórmula legal que establezca un tope a la solidaridad territorial es a su vez una exigencia de la solidaridad misma, de la que constitucionalmente también debe beneficiarse el territorio que realiza aportaciones netas al conjunto del país. Así ocurre, por ejemplo, con el llamado principio de ordinalidad consignado en el Estatuto catalán, en cuya virtud "el Estado garantizará que la aplicación de los mecanismos de nivelación no altere en ningún caso la posición de Cataluña en la ordenación de rentas per capita entre las Comunidades Autónomas antes de la nivelación". Para el Tribunal Constitucional, si la solidaridad requiere, de acuerdo con la Constitución, que el Estado haya de velar "por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español", ello supone que no se perjudique a las Comunidades Autónomas más prósperas más allá de lo razonablemente necesario para el fin de la promoción de las menos favorecidas. En el caso de Cataluña se trata de que su contribución a la nivelación no implique por sí misma una alteración de la citada posición. De abstenerse el Estado de traspasar una línea roja como ésta, ninguna discriminación cabría advertir, y menos aún un trato gravemente injusto que legitimase éticamente la secesión.

Dejando a un lado la filosofía política, y entrando estrictamente en el ámbito jurídico, un libro reciente del catedrático y ex eurodiputado Manuel Medina Ortega ("El derecho de secesión en la Unión Europea", Ed. Marcial Pons, 2014) clarifica extraordinariamente los principales puntos problemáticos suscitados con ocasión del debate separatista catalán. Cataluña no es una colonia española (lo que ni el nacionalista más acérrimo se atrevería a sostener en serio), luego carece del derecho de autodeterminación reservado en el ordenamiento Internacional para los procesos de descolonización. En consecuencia, ha de tenerse presente una regla contenida en la famosa Resolución 1514/XV de la Asamblea General de la ONU, de 14 de diciembre de 1960: "cualquier intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas". Esto ha hecho que, desde su fundación en 1945, la ONU, fuera de los casos de las ex colonias y del muy singular de Bangladesh, no haya admitido como miembro a ningún nuevo Estado que cuente con la oposición del Estado matriz. Es más: si el proceso de secesión no se ajusta a las normas constitucionales del Estado matriz, la independencia resultaría inválida también para el ordenamiento de la Unión Europea, cuyas instituciones, profundamente vinculadas al principio del Estado de Derecho, jamás reconocerían la legitimidad jurídica de un acto de puro voluntarismo político.

Pero no es eso todo. Prueba de que el nacionalismo catalán ha llegado patéticamente tarde a la cita con la Historia, es la absoluta incompatibilidad de semejante movimiento disgregador con el empeño de la construcción europea. El proceso de integración de Europa, en efecto, se puso en marcha, como recuerda Medina, para superar, tras dos guerras mundiales, los particularismos nacionales. Atenta contra la propia esencia de la UE el reconocimiento de nuevas formas de micro-nacionalismo que minan la estructura de los estados que la integran, los cuales siguen constituyendo el pilar básico del funcionamiento de las instituciones comunitarias. La división por secesión de tales Estados acabaría con el proyecto unificador europeo.

Consiguientemente, los separatistas deben descartar la mediación de la UE para propiciar la independencia de Cataluña, mediación por otro lado imposible dado el respeto a la identidad nacional española a que están obligadas las instituciones europeas según el Tratado de la Unión. Y desde luego, de consumarse una secesión unilateral, la República catalana quedaría fuera de la UE y extramuros de la ONU, en el mismo limbo jurídico-internacional que la antigua provincia serbia de Kosovo.

¿Sabe todo esto la población catalana? Claro que no, porque la propaganda de los demagogos hace tiempo que sustituyó a la verdad en Cataluña. Así las cosas, sospechamos que Rajoy no es Abraham Lincoln e ignoramos cuál será nuestro Fort Sumter. ¿Tal vez el Aeropuerto de El Prat?

*Catedrático de Derecho Constitucional