Artur Mas, presidente de la Generalitat, luce porte altivo y hierático. Con el peso de la historia pendiente de sus hombros, y el derecho a decidir como el culmen de su vida, que imagina mesiánica, no es extraño que presente siempre el aspecto de hombre grave y distante que está a un paso de la gloria.

Nadie podría perturbar su sueño de eternidad. Una responsabilidad insoportable para cualquier ser humano que no tenga las facultades de un titán.

Pero guarda un secreto. Según sus afines y asimilados que vienen por estos pagos gana mucho en las distancias cortas. Es decir, cuando está en su casa o entre amigos, parece que se despoja de la gravedad de la que parece investido e incluso es capaz de sonreír y hacer un chiste.

Sin la dimensión del presidente de la Generalitat -cuyos méritos reconocibles han sido dividir a la sociedad catalana y que las últimas encuestas lo aboquen al desastre-, abundan los personajes públicos y privados que remedan sus maneras. Expuestos en su particular peana, adoptan la actitud de estar permanentemente dictando lecciones magistrales o interpretando tragedias de Sófocles. Tal es su engolamiento.

Los psiquiatras deberían discernir qué parte corresponde a los complejos o a la inseguridad y qué parte a la prepotencia o al ritual.

Pero como ocurre con Artur Mas, suelen ganar en la distancia corta, en opinión de los subordinados de mayor confianza.

De la gente corriente a nadie se le ocurre decir que gana en privado, porque no se distingue cuando el ciudadano está en su casa o a la vista de todos. Todo el mundo es el que es en cualquier situación.

Se diferencian las situaciones públicas y privadas de quienes necesitan justificar sus vanidades, prepotencias e incontinencias, porque tienen algo que perder o no deben dar mala impresión.

Cuando escuchen que alguien gana en la distancia corta, échense a temblar. Puede tratarse de un borde, como dicen los chavales, un prepotente o un cretino.

Es decir, una persona infumable en la vida normal, que en el mejor de los casos anda perdonando a la gente. Y por mucho que se disfracen no podrán ocultar lo que son en realidad.

Uno de los grandes asesinos de la historia moderna, Joseph Goebbles, el gran agitador de masas del nazismo, era, paradójicamente, un padre ejemplar, amante de su familia y sus hijos. Los biógrafos justifican su ignominia con una psicopatía: sufría "trastorno narcisista de personalidad".

El ejemplo es una exageración, pero la paradoja de la vida pública y la privada acontece con demasiada frecuencia. Abundan los trastornos narcisistas.

Parecer simpático, educado y espléndido en privado, no justifica sus contrarios en la vida pública de antipático, borde y cicatero.

Vivimos tiempos en que la humildad debiera cotizar al alza, pero parece que algunos no se han enterado.

P.S. Circulan comentarios de que cierto político gallego está a punto de levitar de tanto rezumar autoestima. Pero su cohorte admiradores, que siempre lo acompaña, susurra que gana en la distancia corta.