Abanca es, sobre todo y entre otras muchas cosas, el resultado de la traumática e impuesta fusión de Caixanova y la quebrada Caixa Galicia. Aquella disparatada y tortuosa operación, repleta de tantos embustes e intenciones aviesas como de planteamientos bien intencionados, que de todo ha habido en esta historia, dio como resultado una entidad inviable que necesitó recibir 9.500 millones de euros de fondos públicos, es decir, de todos los españoles. Sacada a subasta, fue adquirida en primera vuelta por la entidad venezolana Banesco, que ofreció por ella 1.030 millones de euros.

Para entonces, finales del año pasado, Banesco ya se había hecho con la mayoría del capital del banco Etcheverría, el decano de la banca gallega con sede social en Betanzos. De la mano de Javier Etcheverría, presidente de la entidad; de Francisco Botas, consejero delegado, y del lalilense Pedro López, uno de sus más estrechos colaboradores, sino el que más, Juan Carlos Escotet, el hombre fuerte de Banesco, configuró así una marca que hunde sus raíces en lo más profundo del ahorro gallego y se expande hegemónica a lo largo de la historia y a través de todo el territorio de la comunidad. La determinación de ese equipo ha sido el otro elemento fundamental en la creación de Abanca, a la espera de que el tiempo aclare en sus justos términos el papel jugado por las distintas administraciones públicas, sin duda también esencial. Y no solo por el empeño del presidente Feijóo de cerrar el paso a lo que consideraba opciones no gallegas.

Esas otras opciones las encarnaban la banca nacional, deseosa de hacerse con una suculenta cuota de mercado de ahorradores fiables. Y José María Castellano, quien, encabezando un pool de fondos internacionales y con un puñado de ahorradores gallegos se vio descabalgado en la recta final tras haber contado con el respaldo de la Xunta durante la mayor parte del proceso. Los 250 millones con los que pujó le dejaban sin opciones de ganar siquiera a la banca nacional.

Queda aún mucha historia que contar sobre estos cinco años de convulsión financiera en Galicia. Nunca nadie ha explicado aún, por ejemplo, cómo es posible que la auditoría exhibida por la ínclita ex conselleira Marta Fernández Currás garantizase la viabilidad de la fusión, es decir, se equivocase nada menos que en billón y medio de las desaparecidas pesetas. Salvo que la explicación sea que se hizo como un traje a medida y en quince días. Porque se le avisó de lo disparatado de la operación. Caixanova lo hizo y resistió hasta donde contó con margen para ello. Por no hablar del doloroso esperpento de las preferentes, el escándalo de las liquidaciones de los exdirectivos --con exclusiones que, por sectarias e injustificadas, evidencian la arbitrariedad habida también en el escándalo--, o el paripé de la comisión de investigación.

Dijimos entonces, y seguimos sosteniendo ahora, que, desgraciadamente, la galleguidad a la que algunos apelaban no computa en balance alguno conocido. Que la única manera de garantizar un sistema financiero útil a la sociedad es exigiéndole eficiencia y viabilidad. Y que muchos de los que se envolvían en esa bandera, la de la galleguidad, en realidad no defendían su tierra, sino intereses personales y en no pocas ocasiones espurios.

Pero, en fin, agua pasada no mueve molino, y eso ha quedado casi todo ello ya muy atrás, por fortuna. Ahora toca mirar al futuro, a ese nuevo escenario que se abre para Galicia y para los gallegos. Porque es verdad que se abre, pese al repentino escepticismo de algunos que, sorprendentemente, se mostraron ciegamente esperanzados en momentos de mucha mayor turbación.

Ese nuevo escenario es, primero y sobre todo, el de una entidad que vuelva a irrigar de crédito el tejido productivo gallego, que dé liquidez a las empresas viables y eficientes y que respalde los proyectos rigurosos. En definitiva, que se comprometa con esos emprendedores esenciales para el progreso de cualquier comunidad. Y, al tiempo, que facilite responsablemente a las familias los recursos financieros que requieren para cubrir sus necesidades. Sí además de eso adquiere un compromiso de responsabilidad social, como el que ha adquirido con la fundación de las desaparecidas cajas, los pilares para imbricarse en Galicia e impulsarla quedan cimentados.

Varios de los mensajes elegidos por Abanca para definirse ante la sociedad van en esa dirección. "Para servir a Galicia", dice uno; "un banco nuevo, no un nuevo banco", promete otro. Como lo hacen las primeras declaraciones de Escotet, tras la presentación oficial de la entidad, recogidas en una entrevista que se publica en este mismo número de FARO. Dice, entre otras cosas, lo siguiente: "Nuestro compromiso territorial con Galicia es homogéneo y absolutamente balanceado. No queremos favorecer a ninguna provincia porque somos un banco de Galicia, para Galicia y de todos los gallegos. No puede haber distinciones". Es un claro mensaje destinado a quienes, movidos por torticeros y siempre enmascarados intereses, sueñan con someter a la nueva entidad a los intereses de esos dañinos localismos cimentados sobre el crédito amigo, el sectarismo y los conciliábulos de braseros casposos.

De ahí, del rechazo a las prácticas económicas, políticas y sociales que han llevado el corazón del sistema financiero gallego hasta donde nunca debió llegar, es de donde debe surgir no solo un banco nuevo, sino también una Galicia nueva que rompa definitivamente con lo más negro de su pasado y, sin perder sus señas de identidad, se abra definitivamente al mundo, empezando por ese Noroeste penínsular que espera y necesita su liderazgo, desde el esfuerzo y la responsabilidad compartida, desde la equidad, el respeto y la perseverancia, en definitiva, con los valores que siempre han hecho y harán grandes a los pueblos. Ese y no otro es el verdadero reto de Abanca.