Hagamos un recuento. Ni jueces ni fiscales ni abogados ni procuradores ni los trabajadores de los juzgados quieren la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que promueve el ministro Gallardón y que privaría a Vigo de su actual estatus judicial para relegarla al de sede desplazada, o sea una colonia de una capital con casi la cuarta parte de población. Tampoco la quiere el alcalde ni la oposición, es decir, ningún partido político con representación municipal o sin ella. Los empresarios y los sindicatos se muestran claramente en contra. Hasta la Xunta se ha manifestado crítica, aunque se eche en falta una mayor contundencia. Todas las asociaciones judiciales -conservadoras y progresistas- urgen cambios. Y, entre otros, los gobiernos autonómicos de Andalucía, Cataluña, Asturias, Murcia o Canarias -dirigidos por partidos de todos los colores- han reiterado su completo rechazo. Vamos, que en esta relación ya solo falta el Papa Francisco.

Pero sigamos. En el otro lado, el de quienes defienden la reforma, tenemos al ministro de Justicia y a su mariachi -por fortuna, no todos- de magistrados del Consejo General del Poder. Y ya.

Vista así la situación -la inmensa mayoría de los actores jurídicos, políticos, económicos sociales frente a un puñado de iluminados-, parecería evidente que el anteproyecto de Gallardón debería estar condenado a su retirada. Pues no. Porque este ministro es diferente. Su concepción de la política entronca más con la de un líder autocrático que la de un dirigente que escucha y atiende las demandas de la sociedad a la que prometió servir. Su idea -y la de esos pocos que lo secundan- de todo para el pueblo pero sin el pueblo apesta a naftalina. Su obstinación y sordera han quedado probadas en numerosas ocasiones. Su afán de protagonismo (¿provocación?), también. Así pues, ¿estamos perdidos? Aún no.

Porque en este aparente callejón sin salida quedan, al menos, dos vías: que el presidente del Gobierno, vecino de Pontevedra y por tanto sobradamente conocedor de la singularísima situación de Vigo, tome cartas en el asunto y frene este dislate jurídico. Ya se sabe que Rajoy aplica con frecuencia aquello de "velas vir, deixalas pasar e paralas a tempo". A ver si es verdad.

La otra opción es que el farragoso proceso legislativo que ahora se abre se demore hasta la precampaña electoral y que, por miedo a un batacazo en las urnas, alguien -¿Rajoy otra vez?- opte por meter la reforma en la nevera.

Bueno, hay otra tercera opción. Que Gallardón recapacite y decida, motu proprio, dejar en suspenso o modificar en profundidad un proyecto que castiga, degrada y desprecia a Vigo. Pero, con sinceridad, es más fácil que el Papa Francisco firme un manifiesto en defensa de la sede judicial de Vigo que ver cómo este ministro da su brazo a torcer. ¿Tocará rezar?