Si Europa, nuestra Europa, ha de tener sentido es porque queremos que siga siendo un espacio cultural y de valores compartido por todos sus pueblos. Porque pretendemos que sea ante todo un espacio de solidaridad, no de egoísmos y zancadillas nacionales. No queremos una Europa del "sálvese quien pueda".

Pero desde que un cierto tipo de capitalismo, egoísta e insolidario, de clara raíz anglosajona, fue desplazando al que marcó el largo período de prosperidad de nuestra posguerra -el llamado capitalismo "renano"- esa buena Europa, solidaria y protectora, hace aguas por todas partes.

Así, se han liberado irresponsablemente las finanzas para convertirlas en última ratio de la economía y aun de la política, ahora sólo rehén de aquélla.

Se ha comenzado a desmontar uno tras otro los mecanismos de protección social de los trabajadores en los que ahora se ven sólo obstáculos para un mercado globalizado, aspiración máxima de nuestros tecnócratas gobernantes.

Hoy todo es mercado. "Europa tiene que apuntalar el mercado interior y extender el mercado único al área digital y a otros servicios", declaró recientemente el primer ministro conservador sueco en una minicumbre de los países del Norte. Declaración típica de esos políticos de nuevo cuño.

Mientras tanto han aumentado hasta extremos difícilmente soportables para la cohesión social y para la propia democracia las diferencias de riqueza.

Ha crecido la desigualdad al quedar parcialmente desactivados los mecanismos de redistribución que fueron las señas de identidad de una socialdemocracia hoy por hoy en clara retirada.

El tipo de sociedad que se está creando ante nuestros ojos es una en la que sólo parece que cuenta es la competencia, incluso dentro de las propias empresas, la lucha de todos contra todos, el triunfo del más fuerte, el más hábil o desacomplejado.

¿Es de extrañar entonces que, frente a la sensación creciente de inseguridad pero también de impotencia, los ciudadanos se refugien cada vez más en la identidad nacional, y que vuelva a mostrar sus siete cabezas la hidra nacionalista?

Lo hemos visto en las recientes elecciones europeas con el fuerte, aunque perfectamente previsible, ascenso de los partidos más extremistas o de discurso más demagógico.

Lo hemos visto también en la petición de repatriación de competencias cedidas a Bruselas por parte de algunos Estados como forma de hacer frente al creciente desapego cuando no hostilidad de sus ciudadanos hacia una Europa que se les antoja cada vez menos protectora y más tecnocrática y lejana.

Lo vemos también en el número de intelectuales que, como ocurre por ejemplo en Francia -véase, entre otros, el caso de Alain Finkielkraut- vuelven a envolverse en la bandera de la identidad nacional. Como si no hubiéramos aprendido nada de nuestra historia.