La España y la Galicia de los inicios de la democracia tienen poco que ver con las de ahora. No era sencillo encontrar una salida a un país atrasado después de cuarenta años de aislamiento y ausencia de libertades. La sociedad inventó, y refrendó en las urnas, una monarquía parlamentaria como instrumento para acercar posturas tan divergentes que llevaron a hermanos a dirimirlas a tiros en las trincheras. En buena medida en eso consistió el pacto utilitarista: en garantizar un modelo neutral, apartidista y equidistante que simbolizara los puntos de encuentro, no las discrepancias. Lo demás son monsergas demagógicas e interesadas, porque la democracia española no es peor ni de tercera. Otra cosa es el ejercicio que se haga con ella.

La fórmula resultó fructífera. El país ha vivido una evolución sin precedente. De tener una presencia insignificante en el mundo a estar al lado de las grandes potencias, desarrollar un generoso sistema de protecciones sociales y conseguir una alta calidad de vida. Estos logros les parecen llovidos del cielo, o un derecho inalienable, a quienes no lucharon por su conquista, pero exigieron mucho esfuerzo, generosidad y renuncia. Y no nos están dados a perpetuidad. La ciudadanía vuelve a bullir como en la época de la Transición, a valorar lo que tiene, lo que no tiene, lo que puede perder, lo que merece la pena conservar y aquello en lo que no necesita malgastar un minuto. El debate tranquilo estimula "un formidable apetito de todas las perfecciones", como anhelaba Ortega. El espíritu óptimo para encarar la regeneración.

Hoy, el grado sumo de normalidad y libertad lo representa el hecho de que incluso los que confiesan no sentirse monárquicos ni españoles son quienes más gritan lo que debe proponerse para el Rey y la nación. "Los cargos no se heredan", proclaman con cierta hipocresía desde la tribuna del Congreso algunos de los que convirtieron puestos públicos en dinastías. Arman ruido, pero las encuestas revelan que la inmensa mayoría silenciosa de la ciudadanía quiere paz, bienestar, prosperidad y puestos de trabajo dignos en este solar común desde siglos por deseo, avatares compartidos, idiosincrasia y cultura.

España purga unas penas derivadas tanto de la prodigalidad de sus gobiernos y autonomías -sin llegar a los excesos y las trampas de los griegos- como del insostenible endeudamiento privado, en particular de la banca, sobrevenido por el dinero barato que bendijo el euro. Al empacho le recetaron una cura de caballo, con un paro brutal, aumento de impuestos, rebaja de salarios, recorte de prestaciones, racionamiento del crédito y un descenso de la inflación que amenaza con engullir cualquier intento de recuperación.

Un círculo vicioso, en suma, de malestar y estancamiento. Romperlo requiere de actuaciones decididas como las que por fin ha emprendido el Banco Central Europeo. Disminuir la legión de parados, el objetivo más urgente, exige apuntalar el crecimiento. Aumentan los ocupados y el país puede financiarse en la actualidad a intereses más bajos que los de Estados Unidos, un milagro comparado con la época cercana en la que la prima de riesgo rozó los 700 puntos. Empiezan a apreciarse condiciones para "cebar" el motor, sostiene algún analista.

Desde mediados del siglo XX, Galicia intenta enderezar el rumbo. Desangrada por décadas de éxodo masivo de sus generaciones más jóvenes, la comunidad soportó de todo. Duras reconversiones y privatización para soltar un lastre insoportable. En todo este tiempo, la región ha ido tejiendo un aparato productivo competitivo en sectores claves para su economía como la automoción, el textil y el naval, aunque éste último esté todavía convaleciente y cicatrizando de las gravísimas heridas que le causó la estocada del "tax lease". Galicia tiene también una población activa muy baja que supone un grave inconveniente. Por cada desempleado o jubilado hay solo un trabajador. El envejecimiento demográfico agrava esa desproporción, con los daños colaterales que comporta en costes de servicios y en dependencia de las pensiones para sustentar el nivel de renta y la riqueza.

Galicia debe persistir por la senda de liquidar lo ineficiente y no volver a las andadas de las inversiones inútiles, la anemia en la iniciativa y el adormecimiento de los chiringuitos clientelares y cortesanos, que aún los hay, desgraciadamente. Cuanto antes se suelte todo lo que sea lastre más y mejor se avanzará por la senda del crecimiento, asentando los cimientos de un nuevo modelo en el metal, la industria agroalimentaria y los servicios, reinventándonos y conectando con plena fortaleza con sectores relacionados con la investigación y el conocimiento.

Felipe VI hereda un reino en crisis, con una sociedad empobrecida y más desigual. Una España con casi seis millones de parados, necesitada de empleo alternativo al del ladrillo, en la que la recuperación económica se hace muy lenta. Pero un gran país, una gran comunidad, que si ponen a trabajar su talento sin prejuicios desbordan los límites. Porque sigue habiendo muchas más cosas que nos unen de las que nos distancian y porque las expectativas de lo que queda por ganar superan con creces a los padecimientos y las angustias del mal sueño de la crisis.