El acto más relevante en el gran ceremonial de la coronación de Felipe VI ha sido el contenido de su discurso en la sede del Parlamento. Más que un juicio personal es una impresión general que se desprende de forma patente de la lectura en la prensa de los titulares y las columnas de opinión. Si el nuevo jefe de Estado ha defraudado las expectativas de algunos, es porque no se ha permitido concesiones de ningún tipo. El discurso ha sido parco en emociones, pero pródigo en principios e intenciones. El recién proclamado Rey se ha centrado en lo que de verdad importa a la sociedad española en esta coyuntura histórica. Demostró que conoce bien la situación que vivimos, fue certero al señalar nuestros desafíos con perspectiva histórica y global, puso la Corona al servicio de la sociedad española y trató de infundir confianza entre los ciudadanos y las instituciones políticas, incluida la que va a dirigir, y en el país.

Ha sido un discurso moderno en la letra y en el espíritu; sobre todo, y quiero destacar esto, en lo último. Haciendo un mínimo esfuerzo, los españoles podrán verse reconocidos en sus palabras y encontrar una reacción a sus inquietudes más graves. En realidad, Felipe VI no ha hecho más que proclamar solemnemente, aunque con una retórica comedida y precisa, lo que vienen diciendo desde hace tiempo los sectores más cualificados de la opinión pública.

La disertación comenzó con una declaración de respeto a la constitución y a sus principios básicos, entre los que subrayó el de la separación de poderes. En la concepción del Rey la Corona es solo una pieza más del sistema político, con unas funciones bien delimitadas, que le facultan para ejercer como punto de equilibrio, pero no para la iniciativa política, ya consista ésta en gobernar o en legislar. De manera que no podemos esperar del Rey que impulse la reforma del mecanismo institucional que reclama la sociedad española.

Por eso, el texto leído por Felipe VI es tanto un discurso político como un alegato de moral democrática. Su esencia está en la reafirmación de los valores y las actitudes cívicas acordes con ella. El Rey invita a fortificar la cultura política del pluralismo y la tolerancia, a participar en la vida pública y a tener una visión renovada de nuestros intereses y objetivos comunes. La aportación de los ciudadanos y de unos liderazgos sólidos, y un cambio general de actitud, son las condiciones necesarias para tener éxito en el empeño.

El objetivo es una sociedad integrada, atenta al futuro, confiada y dispuesta a contribuir al liderazgo democrático de Europa en el mundo. En su discurso, Felipe VI no opta por una reforma constitucional, porque asume que no le corresponde a él iniciarla, pero sí por un cambio cultural con el fin de depurar nuestra cultura democrática y enfrentar con firmeza y solvencia el futuro. Y, puesto que las palabras son poca cosa si no son seguidas por hechos consecuentes, en su primer acto se ha prestado a servir de ejemplo. Es su compromiso mayor e ineludible: Una monarquía renovada para un tiempo nuevo".

La sociedad española experimenta hoy sensaciones encontradas, nacidas unas en la arena política y otras en un campo de fútbol. Las situaciones de crisis nos vuelven inseguros. Felipe VI nos ha dicho que debemos actuar con determinación y responsabilidad, imbuidos de un espíritu democrático auténtico, porque de lo contrario, añado yo, vamos a tener muchas razones para dudar de nosotros mismos. Su discurso incita a buscar activamente una vía de salida del marasmo político en el que nos encontramos. Antes se habían pronunciado en la misma dirección muchos académicos y la opinión pública. Solo queda por ver si los partidos, principales gestores del sistema político, en especial los mayoritarios, reaccionan de una vez como es debido. Más aún, después de este discurso, ¿ podrán seguir tan distraídos?