A finales de los años treinta del siglo pasado, muchos arquitectos europeos recalaron en América acosados por los totalitarismos. Gropius y Breuer, precursores en la investigación racionalista, nada más llegar a Massachusetts se construyeron sus propias viviendas. Para su diseño partieron en ambas de un prisma puro. En la del primero, de su interior quitaron masa, mientras en la otra, a su exterior sumaron volúmenes. Con dos acciones contrarias obtuvieron resultados por igual lúcidos en su forma.

Por lo demás, el pabellón de Bruselas de Corrales y Molezún y el pabellón Barcelona de Mies gozan, los dos, de la gracia serena inherente a las grandes obras maestras y, sin embargo, son dos verdades antagónicas. El primero da vida a un organismo celular mientras el segundo resuelve un algoritmo cartesiano. Lo expresó sin rodeos el maestro Fernando Távora: "en arquitectura lo contrario también puede ser verdad". Viene todo esto a cuento de lo siguiente.

Como es lógico, la crueldad de la crisis trastocó en profundidad el programa de necesidades sociales. En consecuencia, ante el abismo, la arquitectura económica y política pide cambios. Y así, topamos con el viejo problema amigo: dar con la buena forma. Huelga decir que esta hoja de ruta no puede partir (com-partir) abanderando prejuicios. Recordar que el diseño (el método científico tampoco) no se pierde en dirimir, si encarnación del mal o el bien. Todorov sugiere, "centrar la atención en el acto, no en quien actúa", para sortear los desacuerdos maniqueos.

La hoja de ruta que se abre, en lo tocante al territorio, no puede pasar de puntillas por allí donde más se cebó la tergiversación del útil financiero. Dos suculentas materias primas estratégicas: a) la vivienda, un claustro de acogimiento indisociable del ciudadano y b) las infraestructuras del territorio y las comunicaciones, que configuran la naturaleza artificial que nutre de savia al mundo moderno. Y, al mismo tiempo, concurre un añadido no menor, c) la viciada toma de decisiones. Veamos, sin más demora, en líneas generales:

a) Rescatar la vivienda para que vuelva a sí misma. Sin humo en su chimenea la vivienda no es nada. Es herejía. Una traición en toda regla, a la ciudadanía y a los intereses generales de la economía. Y aún más, tampoco alegra los instintos mayoritarios del mercado, que no son inamovibles ni homogéneos. Resulta del mayor interés no perder de vista el stock de viviendas vinculado al rescate bancario. Si al cambiar de manos cae en "manos muertas", estaríamos ante una "desamortización" en la que la economía productiva real, una vez más, no tendría arte ni parte.

b) Soldar el sello de la razón al armazón de las grandes infraestructuras públicas. Puertos, aeropuertos, equipamientos logísticos, soportes energéticos y de telecomunicación, o corredores de la alta velocidad ferroviaria, no son construcciones con las que se pueda andar de aquí para allá. Nada es aséptico cuando se crea naturaleza artificial y siempre es inaceptable que el futuro surja como un delirio inadvertido. Por ello, construir una sociedad advertida, obsérvese bien: pre-viene. En efecto, lo que está por venir, se razona, se fundamenta y se elige. Habilita para el acierto y en todo concierne la ética.

c) Pinchar la burbuja de hiperburocracia salvando la norma. Las sociedades avanzadas se asisten por metodologías de procedimiento muy sofisticadas (representan una conquista histórica frente a la discrecionalidad y la ignorancia). Ahora bien, emparedadas entre solemnes intereses económicos por un lado y el desparpajo democrático por otro, las administraciones públicas, en las últimas décadas, optaron por una salida de emergencia: la hiperburocracia. Es decir, ocultar los apuros de la burocracia con más burocracia. Así pues, pinchemos esa caja negra, papel mojado, un perjuicio para la visibilidad del decidir.

Se plantea aquí, la aportación de la cultura arquitectónica. Estimula a ser capaces de combinar positivamente gestos, repertorios y procesos muy variados, incluso antagónicos. Invita a afrontar el problema del hallazgo de la forma, sin candor y sin prejuicios, eso sí, con rigor y valor. Y la convicción de que, al final, la forma llega. Se encuentra. Es evidente. Un sincretismo imaginativo.