Dentro de un año, todas las Cámaras de Comercio deben renovar plenos, órganos ejecutivos y presidencias para adaptarse a una nueva ley aprobada por el Gobierno central, y en proceso de desarrollo por parte de las autonomías. El nuevo marco de estas corporaciones persigue racionalizar su funcionamiento, "como consecuencia de la evolución económica experimentada en los últimos años", según explicita el preámbulo de la norma, y fijar sus competencias en una etapa en la que ya no tienen asegurados, mediante cuotas obligatorias, sus ingresos. Galicia, en un momento que no se caracteriza precisamente por su vitalidad empresarial, cuenta con nueve cámaras: tres en A Coruña (Santiago, Ferrol y A Coruña), cuatro en Pontevedra (Vilagarcía, Pontevedra, Vigo y Tui), una en Ourense y otra en Lugo. Una ocasión propicia para orientar sin prejuicios su futuro. Porque solo tendrán futuro los entes eficientes y autosuficientes, los que trabajen y tengan capacidad para generar recursos. No queda más salida.

Las Cámaras de Comercio son instituciones centenarias que han sobrevivido a vicisitudes variadas en su larga historia, lo que supone un tanto a favor de quienes defienden su utilidad, pero a las que también el radical giro de los tiempos, con consecuencias de todo tipo y algunas tan drásticas como las que estamos padeciendo, obliga a amoldarse a planteamientos muy diferentes. El asesoramiento a los emprendedores, la exportación y la formación han sido sus grandes preocupaciones. En todas esas áreas quedaron arrinconadas. A las grandes multinacionales e incluso a muchas pymes no van a darles lecciones hoy de cómo moverse por el mundo. Organizaciones patronales y sindicatos les arrebataron la mayoría de los fondos para cursos, un goloso maná extraído, por supuesto, del erario. Y las autonomías, acaparadoras de poder y reacias al de las agrupaciones que escapan a su control, crearon sus propios cauces para acceder al mercado exterior, una duplicidad más.

La puntilla llegó hace dos años cuando, tras varias sentencias en defensa de la libertad de asociación, las cuotas obligatorias de las empresas para nutrir a las cámaras quedaron invalidadas. Un cambio sustancial que supone pasar de un privilegiado régimen de financiación segura, difícil de prolongar en esta época, a otro de esfuerzo en la búsqueda de ingresos.

Los organismos camerales acusan el golpe. Los insolventes ya han desaparecido en algunas autonomías. En Galicia, con dificultades más en unas que en otras, dos de ellas se encuentran en estado terminal. A finales de 2010 rondaban los 200 empleados, ahora son la mitad. La Cámara de Ferrol está arruinada, hundida en una montaña de deudas con empresas, Hacienda y la Seguridad Social, y descabezada. Sin línea de teléfono fija ni Internet y pendiente de que no le corten la luz. De sus ocho empleados actuales -hasta 16 tenía en los buenos tiempos- cuatro llevan tiempo de baja. Hace siete meses que no cobran y no tienen trabajo. La de Lugo no está mejor: languidece pese a los drásticos ajustes que la han llevado a despedir a 20 de sus 23 empleados. También en mala situación está la Cámara de Pontevedra, inmersa además en querellas criminales por supuesta gestión irregular. Hace dos semanas, la de Ourense aprobó en pleno por unanimidad un ERE temporal para toda la plantilla (20 trabajadores), que verá reducido su salario a la mitad para trabajar solo a media jornada. Las de Vigo, Santiago y A Coruña, y las dos pequeñas de Tui y Vilagarcía resisten mucho mejor. Pero visto el mapa en su conjunto no cabe duda de que urge un replanteamiento profundo de estos organismos, que pasa por reconsiderar sus funciones, su número, su tamaño y sobre todo su eficiencia.

La nueva ley de Cámaras, ya elaborada por el Ejecutivo central, no despeja la incógnita: los futuros recursos saldrán de donaciones voluntarias y de lo que cobren por prestar servicios. Las autonomías tienen de plazo hasta el 31 de enero para concluir su parte de la norma. De una componenda similar, y de la abdicación de los intereses generales, nació una ley de Puertos para satisfacer a los nacionalistas catalanes con el engendro de que las dársenas son titularidad del Estado, pero su gestión efectiva de los presidentes regionales, una bicefalia imposible y, por tanto, ineficiente.

Si los empresarios son coherentes con su discurso de competitividad, y con sus críticas a las covachuelas, los chiringuitos y las sinecuras, no deben esperar encomiendas de gestión remuneradas por parte de la Administración o subvenciones para solucionar la papeleta de los organismos que los representan. Supondría recaer en el mal que ya nos situó al borde del colapso. El mismo espíritu improductivo que convierte la concertación en un reparto de estipendios antes que en una palanca eficaz para las transformaciones imprescindibles.

La solución no pasa por un mayor desembolso para estimular la recuperación. ¿No es en bastante medida un contrasentido? ¿No deben ser los empresarios los que tomen la iniciativa y hagan las inversiones para tirar de la economía, pasando la Administración a un segundo plano, a colaborar al servicio de los intereses generales y molestando lo menos posible? Reclamar dineros públicos para impulsar negocios privados no es la manera más ejemplar de actuar. ¿Estamos los contribuyentes dispuestos a que con nuestro dinero se ayude a sectores como la construcción para que vuelvan a vendernos pisos modestos a precio de oro, pagando dos veces por ello? La Administración tendrá que abordar las obras públicas que sean necesarias para la comunidad. Eso es todo.

La encrucijada que encaran las cámaras reabre otro debate: el de si Galicia cuenta con tejido y pulmón suficiente para mantener una patronal gallega, cuatro provinciales y nueve corporaciones de este tipo sufragadas por los empresarios, que ofrezcan prestaciones de calidad y satisfagan sus necesidades. Por no citar el sinfín de agrupaciones gremiales duplicadas, cuando no triplicadas en muchos territorios. La situación emplaza a fortalecer una representatividad en la penuria. Una respuesta valiente, a la altura de los descomunales retos que plantea la recesión. Aparte de diferencias corporativas y recelos personales, en algunos casos la interferencia de los ayuntamientos y de determinados poderes fácticos, sólo preocupados en conservar sus estructuras de distribución de prebendas, no facilitan el acercamiento. ¿Es eso lo que más conviene?

Entre las empresas domina el deseo de unidad para no disgregar esfuerzos. Resulta complicado explicar a la vista de su crisis actual que todavía persistan nueve cámaras de comercio, algunas estériles por inanición. Pero también existen detractores que se aferran a la tradición y a la implantación territorial para dejar las cosas como ahora. A los empresarios les toca decidir, sin tabúes absurdos ni obcecaciones, el camino adecuado para multiplicar sus potencialidades y ejercer como creadores de bienestar, prosperidad y puestos de trabajo, que es papel que les corresponde y el que los gallegos esperan de ellos.