El primer día en que los ciudadanos pudieron solicitar a Google que borrase sus datos personales, una petición amparada por la sentencia ya histórica del tribunal de Justicia de la Unión Europea, el buscador de Internet recibió nada menos que 12.000 solicitudes. Como es de suponer que no todos los deseosos de desaparecer de la red de redes se darían tanta prisa, e incluso entra en lo probable que muchos de los interesados no se hayan enterado siquiera aún de cuál es el procedimiento a seguir, la única conclusión sensata es la de que son multitud quienes, por la razón que sea, ven peligroso, difamante, injusto o molesto sin más lo que la red de redes dice de ellos. Vaya perspectiva en este mundo globalizado en el que dicen que nos encontramos ya, sujeto a la norma de que si no sales en Google no eres nadie. Se diría que abundan quienes, al igual que en las películas de policías y ladrones, buscan en el anonimato la oportunidad de vivir una segunda existencia más sosegada.

Supongo que un tribunal tan serio como el de Justicia de la UE no se podría haber planteado una fórmula de enmendar los datos de Internet mucho más creativa y literaria: que los ciudadanos pudiesen no solo pedir que desaparezcan según qué informaciones que les afectan sino, por añadidura, sustituir esos datos por otros suministrados por ellos mismos. De hecho eso mismo es lo que sucede en la práctica en las redes sociales y, en particular, en las que ejercen de Celestina uniendo almas solitarias. El photoshop ha permitido milagros en los retratos como los que salen a diario en la portada y las páginas interiores de la prensa del corazón, con caballeros y señoras que mantienen la misma imagen de hace treinta años atrás e incluso con menos ojeras, papada y michelines que entonces. Sería del todo benéfica una herramienta similar pero aplicada ahora a los datos biográficos. Los altos ejecutivos de la banca que son noticia un día sí y otro también por haber apañado verdaderas fortunas en forma de sobresueldos, jubilaciones anticipadas e indemnización por sus muchos esfuerzos encaminados a llevar el establecimiento a la quiebra podrían redactar su vida imaginaria proclamándose, qué sé yo, salvadores de la patria. Algo que en realidad ya hacen pero sin que cuele por culpa de la memoria mantenida a través de Google.

De la misma forma cabría sembrar la red de genios de la novela, paladines del altruismo, científicos deslumbrantes y pintores sin parangón. Todo el mundo conoce a alguien que se ve a sí mismo de esa manera pero la cosa queda en términos domésticos de los que no trascienden. Si en Luxemburgo y Bruselas se pusieran las pilas dándonos la oportunidad de escribir la historia a la carta, los recientes intentos de según qué próceres dispuestos a crear nuevos paraísos en la Tierra recibirían un apoyo bien notable. Y el resto de los ciudadanos igual aprendíamos a manifestar un poco más de criterio a la hora de leer.