La Monarquía no es precisamente una institución moderna, no es tampoco la institución más compatible con los valores democráticos y, mucho menos, la esperanza que albergaban tantísimos españoles que durante años conservaron intactos contra el franquismo los valores del viejo republicanismo. Y a pesar de todo esto, muy pronto y durante mucho tiempo se ha convertido en una de las instituciones mejor valoradas en nuestro país, como revelaban la mayoría de las encuestas de opinión, también fuera de España. Nadie puede negar que tanto durante la transición, como en los momentos de consolidación democrática de nuestro sistema político, el papel que jugó la Corona otorgó estabilidad institucional a un marco jurídico y político en construcción, en momentos de grandes cambios sociales, económicos y culturales. Y en este sentido, la atribución al Rey de dicho mérito sigue generando un gran consenso en la opinión pública.

Durante los últimos años, sin embargo, se ha producido un progresivo deterioro en la imagen y en la valoración de la Monarquía y han surgido no pocas voces que reclamaron en unos casos, un cambio de modelo institucional, en otros, al menos, un debate sobre su conveniencia. Y todo ello, porque como otras instituciones, la Monarquía no ha estado exenta de escándalos y polémicas, y tampoco ha permanecido ajena al propio cabreo ciudadano con la falta de respuesta de las instituciones políticas a los problemas de la ciudadanía.

El Rey que supo transitar del franquismo a la democracia, el que gozó del favor de la prensa para ocultar sus defectos más humanos, el que convirtió a los franquistas en monárquicos y a los republicanos en juancarlistas, hubiera querido un momento más dulce para su abdicación y menos crítico para la coronación de su hijo. Pero ni siquiera los reyes elijen los tiempos y sin duda, el rostro de El Rey hace tiempo que pedía una tregua.

Su abdicación zanja una parte del debate, pero no garantiza el éxito de una institución que necesita cambios para superar los retos de los próximos años. Por mucho que el relevo generacional signifique siempre una adaptación a los nuevos tiempos, la pregunta sigue siendo si es posible, en nuestros días hablar de soberanía del pueblo y monarquía en la misma frase política.

Felipe VI no contará con las simpatías que tenía su padre, no nos traerá la democracia y tampoco habrá, seguramente, "felipistas". A Felipe le toca afrontar este reto tan solo apoyado en la cultura política que entre todos hemos construido en estos casi 40 años. Tendrá que hacer cambios, pero si la monarquía ha servido como garante de unidad y consenso de los españoles, por qué no puede seguir haciéndolo otros 40 años más, conforme a parecidas reglas de juego. Estoy convencida de que las instituciones funcionan no solo por las posibilidades que ofrecen, sino también por la determinación de quienes actúan desde ellas, de hacer que funcionen. Y esa tarea la comparten ahora Juan Carlos y Felipe.

*Profesora de CC. Políticas en la Universidad de Santiago