De encabezar la Transición política a promover, pasadas cuatro décadas, la de la propia Monarquía como institución y brindar a España la oportunidad de una renovación a fondo. Ese es el significado del hecho histórico que ha provocado el Rey con su abdicación.

Quienes conocen a Juan Carlos de Borbón siempre han destacado su extraordinario olfato político. Hay que tomar la renuncia en este preciso momento como una prueba más de esa intuición. La crisis económica, su lacerante castigo y la decepcionante respuesta institucional han minado la moral de este "país de cabreos", como lo describió el poeta, han mermado su capacidad y su ilusión para combatir los problemas y han deteriorado sus perspectivas de futuro. La pérdida de confianza y la desafección se estaban traduciendo en hostilidad hacia la Casa Real. Y, todavía peor, en una deslegitimación del sistema sin que nadie hiciera nada solvente por atajar la sangría.

Con su retirada, el Rey presta un último servicio a los españoles: el de convertir la Corona en culminación de esa ejemplaridad que la sociedad actual reclama a los servidores públicos. Entrega además las riendas a una nueva generación sobradamente preparada. Ya no es la del 78, la que construyó la democracia, pero tiene por delante una tarea tan ardua y apasionante como la de entonces, si no más: liderar la catarsis en todos los órdenes que España necesita para despegar en el siglo XXI como lo que es, una gran nación.

El de Juan Carlos I no fue un reinado fácil. Supo ganarse a una derecha que lo consideraba un desleal y a una izquierda que militaba en el republicanismo. Pero sobre todo, conquistó el corazón de los españoles al dar cauce a sus anhelos de reconciliación, paz y libertad. De ahí que algunos especialistas sostengan que antes que monárquica, España es juarcarlista, y que el régimen deberá pasar ahora su verdadera prueba de fuego.

Haciendo de la prudencia y la sensatez sus principales virtudes, el Rey supo casi siempre estar en su sitio. Aunque lo último prevalezca más fresco en el recuerdo -las debilidades de la Infanta y su marido, la cacería de elefantes, la relación con la Reina-, sería injusto borrar de la memoria su destreza para desmontar la dictadura o su firmeza el 23-F. Un rey carece de vida privada, sus deslices traen consecuencias públicas y aunque no pueda considerársele responsable directo de los errores de los miembros de su familia, lo que haga y lo que ocurra a su alrededor concierne a los ciudadanos. Los excesos de los últimos años acabaron por deteriorar su figura. Lo refleja su valoración en las encuestas, en caída libre, y la ruptura de los tabúes en torno a la Monarquía. Ni aquel acto de contrición inédito pidiendo perdón a los españoles, "lo siento mucho; me equivoqué, no volverá a ocurrir", frenó la erosión de su credibilidad.

Protagonizando la sucesión en vida, el Rey recupera la iniciativa en un signo modernizador. Siempre fue ensalzada la tranquilidad con que afrontan las abdicaciones los países avanzados, con instituciones sólidas, economía boyante y mentalidad social innovadora. España ha evolucionado en estos años de tal manera que está en condiciones de vivir con serenidad un cambio de tal magnitud. Con esta decisión, el Rey contribuye a una de las características de la Corona: continuidad y estabilidad.

Los pasos legales que exige la nueva situación requieren del entendimiento entre la clase política. Los españoles claman porque los representantes públicos recobren altura de miras y sentido de la responsabilidad. El país necesita extender ese espíritu a otros asuntos cruciales de la actualidad -la recuperación económica, la reforma de la Constitución, el modelo territorial, el independentismo- que están dejando graves heridas en el tejido social.

Los Príncipes están listos. Nadie dispuso de una formación semejante, desde el mismo nacimiento, para la labor que va a desempeñar como Felipe. Su forma de ejercer la máxima representación del Estado deberá ser distinta porque la sociedad ha cambiado sensiblemente pero necesita atraer con su esfuerzo, su actuación modélica y sus obras otra vez la simpatía y la fidelidad de los españoles. La abdicación marca el final de una época y abre un nuevo tiempo, la oportunidad de iniciar una etapa distinta para recuperar la esperanza. Para acabar con el paro, para desterrar la corrupción, para encauzar las ansias de Cataluña y el País Vasco, para que por fin los políticos escuchen a la calle. Desde la normalidad, convirtamos esta conmoción en un gran paso para la regeneración de España.