Si una cosa han dejado claro las últimas elecciones es el hartazgo ciudadano. Hartazgo con los partidos del establishment, con sus continuas y mutuas recriminaciones, con su total desconexión de la realidad.

Hartazgo en primer lugar con un gobierno que ha decepcionado incluso a muchos de los que le votaron al incumplir una tras otra sus promesas electorales, empezando por las de combatir el desempleo y luchar contra la insoportable corrupción en sus filas. Y que recurre continuamente a una "neolengua" casi orwelliana para negar de modo casi insultante lo evidente.

Hartazgo también con un partido socialista incapaz hasta el último batacazo de reaccionar al creciente descrédito de sus dirigentes, incapaz a lo que parece de hacer una política de oposición digna de ese nombre y que ha fallado también muchas veces a la hora de identificar y controlar a sus propios corruptos.

Hartazgo con tantas componendas, con las llamadas puertas giratorias, con el paso de los políticos de unos y otros a los consejos de administración de las grandes empresas, con la colocación de amigos en puestos clave, con los indultos a banqueros y delincuentes de cuello blanco.

Hartazgo con la lentitud en la justicia, con las trabas que se le ponen continuamente a los encargados de administrarla, con las distintas varas de medir que se aplican y que hacen que la gente desconfíe del carácter ejemplarizante que debería tener siempre.

Hartazgo de tanta insistencia en que no hay alternativa, de tanta cesión de soberanía a los mercados, de la incapacidad manifiesta para reclamar otra política a quienes llevan la voz cantante en Bruselas, a quienes mandan en Berlín y parecen egoístamente preocupados sólo de servir sus propios intereses mientras hacen un daño irreparable a los auténticos valores europeos.

Han surgido mientras tanto partidos con un discurso nuevo, con dirigentes capaces de conectar con las preocupaciones de la gente, partidos de centro, pero también de izquierda que exigen una nueva política que acabe de una vez con el statu quo y el cansino discurso de que no hay alternativa.

Partidos con líderes bien formados y entusiastas, en su mayoría jóvenes, no maleados aún por el poder, que representan un auténtico revulsivo y obligarán antes o después a los partidos tradicionales a cambiar la forma de hacer política, a abrirse de par en par a la sociedad.

Y en lugar de dar la bienvenida a esa bocanada de aire fresco, tan necesaria en un ambiente de tanta podredumbre, de tantos intereses creados y tanta pobreza intelectual, algunos viejos leones de la política, que tuvieron ya hace tiempo su oportunidad, se dedican a denostarlos sin oponerles argumentos válidos.

Vendrán nuevas ocasiones, sobre todo en las próximas elecciones municipales y regionales, de demostrar su fuerza, su conexión real con el electorado y desmentir que se trate de simples fenómenos mediáticos.

Llegarán nuevas oportunidades de captar el voto de los desengañados que de otra forma se habría perdido en el agujero negro de una abstención que sólo beneficia a los poderes establecidos.

Puede ser la regeneración de nuestro gastado sistema democrático y tal vez la única forma de evitar algún día un estallido social.

Pero hay quien acaso prefiere ver a los jóvenes encapuchados y quemando de frustración y pura rabia contenedores en las calles. Son los partidarios del "cuanto peor, mejor". ¿Es eso lo que queremos?