José María Aznar empieza a adquirir esa peculiaridad decorativa de "los jarrones chinos en los pequeños apartamentos", que diría su antecesor en la Moncloa, Felipe González. Su partido ha decidido esquivarle y no le invita a dar mítines, causando esa especie de melancolía que rodea al político que se siente ninguneado por los suyos. En el caso del expresidente, por el hombre que él mismo nombró sucesor.

Resignado a no participar en un mitin junto al candidato Arias Cañete, este plusmarquista de la velocidad y del fondo, el hombre de los 600 abdominales con lastre en los tobillos, el distinguished fellow de la Universidad Johns Hopkins, de las memorias inabarcables y las conferencias trasatlánticas, ha dicho que tendrá que dedicarse a otra cosa. No da la impresión de aburrirse y, sin embargo, se muestra escocido.

¿Qué está pasando para que se produzca esta desafección entre el creador y su obra? Lo más probable es que Rajoy, fiel a su catecismo, prefiera evitar la sombra alargada del padre. O puede, simplemente, que el partido que le rehuye no sepa a estas alturas qué es lo que consigue con Aznar de mitinero: si el voto que atrae irá al Partido Popular o se alejará en dirección a Vox. El expresidente ya no es una fuerza centrípeta del principal partido de la derecha. Al menos, no todos lo entienden así. Esperanza Aguirre, maestra del centrifugado, ha puesto a su disposición el coche mal estacionado con el que habitualmente se da a la fuga por Madrid, pero Aznar ha dicho que no quiere oír hablar más del asunto.

Evidentemente, no existe con el expresidente plusmarquista el conmiserado desprecio del PSOE hacia Zapatero. En el PP, tras las quejas de Aznar, han salido unos y otros a elogiar las virtudes del jarrón chino, que como sucede con los objetos decorativos valiosos todo el mundo prefiere observar a cierta distancia para evitar daños. El riesgo de que la derecha se convierta en una cacharrería es evidente.