Oye, gordita, no vayas a enmarihuanar a estos gallegos", le espetó en medio de un abrazo Gabriel García Márquez, en uno de los salones del hotel Ritz, a Gloria Lucía Martín, cocinera colombiana que regenta una celebrada casa de comidas en Rionegro del Puente (Zamora), junto a un empalme endiablado de carreteras. La mujer, de amplísimo recetario, presentaba en Madrid platos destacados de su extensa sapiencia micológica. García Márquez era pequeñín, de brazos cortos, y Gloria, generosa de arquitectura; de manera que el abrazo apenas abarcaba la circunferencia de la afamada guisandera.

Hay sucedidos en la vida que los periodistas solo vivimos para contarlos. Era media tarde del 10 de mayo de 1995, en Madrid. Nunca antes -y nunca después- había pisado la moqueta gastada del Ritz y su rococó decorado de piezas antiguas, relojes desfasados y candelabros. Al cruzar el umbral de aquella fachada blanca como una sábana al sol pensé cuántas habitaciones habría, y cuántas historias se habrían tejido entre sus paredes, historias de amor y desazón, de encuentros furtivos, de negocios prósperos y también oscuros, de muertes escondidas o anunciadas... "El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas". Recordé esa frase de "El amor en los tiempos de cólera" mientras un empleado del hotel me llevaba a limpiar, diligente y ceremonioso, la chaqueta del traje: hacía viento travieso en Madrid y una racha volteó la sombrilla de la terraza donde comíamos y derramó sobre la prenda una copa de vino, extendiendo por encima del bolsillo izquierdo un rosetón de tinto esmeralda.

Gloria Lucía Martín era entonces -y lo sigue siendo hoy- un santuario donde se rinde culto a la mitología de los fogones, no tan pagana. Nativa de Colombia que se vino de joven a España y que aprendió el ejercicio de cocinar setas con los grandes maestros en San Sebastián, gobierna con mano firme una casa de comidas en el oeste zamorano, que es periferia de la periferia. Ella y su marido, Elías, un sanabrés de adopción que cumplió mili en Asturias, hombre también de amplios saberes culinarios aprendidos en Suiza, habían sido invitados por las Koplovitz, para quienes cocinaban en las grandes ocasiones, a mostrar en semejante escaparate madrileño los secretos de su afamada sapiencia micológica.

La cocinera nos había invitado a las jornadas gastronómicas del Ritz a mí, por aquel entonces director de La Opinión- El Correo de Zamora, y a una brillante redactora del periódico, Begoña Galache, con la que la colombiana hacía desde lejano buenas migas. "Se van a llevar ustedes una sorpresa", nos dijo al llegar al hotel Gloria Lucía, salpimentando de misterio esos ojillos menudos que todo lo escrutan, desde la textura de los hongos hasta el paladar de los comensales. La sorpresa llegaría horas después, cuando la colombiana propició un encuentro con su paisano que alteró la jornada de ambos periodistas. "No podía faltar, va a dar de comer mi gordita Gloria, la hija de La Vieja", nos contó. La Vieja era la madre de Gloria Lucía, María Inés. "Ellos dos eran como de la familia, igual de bohemios", relata casi veinte años después desde el otro lado del teléfono la cocinera. "Lo conozco desde niña y desde niña lo admiré", concluye.

Por aquel entonces, Gabo, o Gabito, como le decía Gloria en hipocorístico guajiro, con familiaridad casi consanguínea, ya atesoraba el secreto de una buena vejez. Hundido en un sofá del hall del Ritz, huido del bullicio de entradas y salidas, de la mano de su inseparable Mercedes Barcha, encerrado en la cárcel serena del humo de una infusión, se diría que había alcanzado por fin el pacto honrado con una soledad de cien años. Le vimos acercarse al sofá de flecos, caminando a saltitos, y le acometimos sin reservas. Amablemente nos atendió, sin reparos. Al final, el escritor preguntó más que los periodistas: fuimos entrevistadores entrevistados. Le pudo el periodista que llevaba dentro, el reportero de provincias que dentro de nosotros llevábamos entonces Galache y yo. "Me encanta hablar de periodismo con periodistas", clarificó al despedirnos. Él acababa de llegar de México y su estancia en Madrid no iba a ser muy extensa. Una fotografía de ese momento que guardamos como oro en paño la fabricó Mercedes, su compañera, que con serena paciencia soportó el encuentro informal a una cierta distancia. La cámara era de Begoña Galache: esa tarde teníamos que cubrir otro acto informativo en Madrid, en la oficina de la Representación en España de la Comisión Europea, que dirigía otro zamorano, José Luis González Vallvé.

Aquel almuerzo, Gabo tuvo donde escoger entre platos de habones sanabreses con setas; boletus edulis al foie; ensalada crujiente de boletus pinícola; conejo braseado con senderuelas y chantarelas; taco de bacalao confitado con piñones; y un postre sorpresa. Se despidió de Gloria, "mi gordita, la hija de mi Vieja", y abandonó el hall andando a saltitos, como solía.

Lo que se relata en estas líneas no es tanto lo que viví como lo que de esa lejana jornada recuerdo. Y tal como lo recuerdo, lo cuento.