David: "Si quieres aterrizar en Hollywood y no caer de culo, hay que meditar bien el salto. Hay quienes lo dan para triunfar a toda velocidad y se hunden antes de que se den cuenta de su error de cálculo, otros se conforman con mantenerse sin grandes pretensiones. Y luego están las mujeres como Sharon, a la que conocí cuando el éxito de mi primera novela me permitió convertirme en un entrevistador de prestigio en una revista respetable.

Aquella treintañera de piernas largas y rostro de niña afligida tenía mucho talento y, sobre todo, un paracaídas salvador en forma de sentido común y espíritu infantil. La divertía escapar de la prensa sensacionalista, jugando al gato y el ratón con los fotógrafos más veteranos, escondiéndose en maleteros para darles esquinazo o disfrazándose de anciana o mendiga para que no la descubrieran cuando abandonaba su palacio. Un palacio viejo y sombrío que heredó de su fallecido y multimillonario padre, impropio de una chica tan joven, al que llegué una tarde de verano para hacerle una entrevista que cambió mi vida.

Dejé atrás la verja, recorrí el camino de gravilla que rodeaba el jardín y llegué a una mole de piedra de diseño neoclásico. Me recibió ella misma, vestida con vaqueros desgastados, botas muy usadas y una bufanda bien anudada al cuello, como una niña obediente con catarro. Me llevó a un salón en el que cabrían cinco apartamentos como el mío.

Mi primera pregunta fue: ¿No te sientes sola en una mansión tan grande? Me miró como si fuera a disecarme. Es mi primera entrevista en dos años, me recordó, ¿vas a desaprovecharla con tonterías? Me ruboricé y ella me rescató. Me impresionó tu novela sobre Lincoln, dijo, ¿sabías que mi padre me leía cuentos y con una cuchara de madera que perteneció a Lincoln jugábamos a dar de comer a los personajes? Y sonrió, y al séptimo amanecer me dio la histórica cuchara con la promesa de que se la devolvería si dejaba de amarla. La enterrarán conmigo, dije, muy serio, pero no se rió".