El nacionalismo puede causar estragos en muchos espíritus, incluso en los más selectos. Véase si no el caso de Thomas Mann, a diferencia de su hermano Heinrich, cegado por su chovinismo pangermánico en la Primera Guerra Mundial, de la que conmemoramos ahora el primer centenario.

Aquel sangriento conflicto los dividió profundamente y aumentó al mismo tiempo su rivalidad literaria. Un tercer hermano, Viktor, describió en qué modo tan distinto el estallido de la guerra los había afectado. Mientras que a Thomas le impresionó la heroicidad de sus compatriotas, Heinrich, otro gran novelista, no pudo sentir sino profunda "tristeza" por aquel "torrente de entusiasmo, ira, entrega y sacrificio".

En un escrito de 1914 titulado "Pensamientos en la guerra", Thomas Mann estableció una clara distinción entre la "Kultur" (cultura) germánica, que identificaba con el sentimiento del deber y la elevación del espíritu, y la "Zivilisation" (civilización) de la vecina Francia, superficial y prosaica.

"¿Cómo no podía el artista, el soldado que llevaba dentro el artista, alabar a Dios por el derrumbamiento de un mundo pacífico del que estaba harto, tremendamente harto?", se preguntaba Mann, quien, como otros intelectuales, vio en aquella guerra un proceso necesario de "limpieza", de "liberación.

Heinrich Mann, que al estallar el conflicto se encontraba en Niza, pero tuvo que regresar a su país para evitar su internamiento en Francia como ciudadano de un país enemigo, tuvo que sentir aquellas palabras como un ataque directo a su persona.

En 1915 publicó en una revista pacifista suiza titulada "Weisse Blätter" un escrito sobre Émile Zola, el novelista y ardiente defensor del capitán judío Alfred Dreyfus con su famoso panfleto "J´accuse", y a quien Heinrich Mann consideraba un ejemplo de "Civilización" en el mejor sentido de la palabra.

En aquel escrito, el mayor de los dos hermanos, atacaba a los autores nacionalistas que habían alentado "irresponsablemente" aquella catástrofe, acusación que sin duda iba dirigida, entre otros, al futuro autor de "La Montaña Mágica".

Éste publicó entonces un ensayo, titulado "Consideraciones de un Apolítico", en el que defendía una cultura que había dado nombres como los de Lutero, Goethe o Kleist hasta llegar a Wagner y Nietzsche, y criticaba, aunque sin nombrarle, a Heinrich como uno de esos "literatos de la civilización" que despreciaban a Alemania y se sentían ya casi franceses.

Era un escrito claramente antidemocrático en el que denunciaba la confusión existente, según él, entre moral y humanitarismo y hablaba de la eventual victoria de Alemania, que deseaba, como la derrota de no sólo de la alianza coyuntural en torno a Francia, sino también del espíritu burgués y de la modernidad.

Pero Thomas Mann, que no se arrepintió de su error hasta 1922, cuando pronunció un discurso sobre la democracia, no fue el único gran intelectual de su tiempo en equivocarse profundamente.

También el sociólogo Max Weber glorificó la guerra como purificadora. En realidad, miembro durante varios años de un grupo ultranacionalista, lo llevaba haciendo desde 1895, cuando abogó en Friburgo por una política agresiva antipolaca y el expansionismo germano.

Y en una carta a su madre en 1915, después de que su hermano Karl hubiese caído en una batalla, Weber, que vistió él mismo uniforme y sirvió en un hospital de campaña, definió el frente como el único lugar en que "uno puede mantener su dignidad humana".

Tampoco el famoso filósofo judío Martin Buber, uno de los padres espirituales del sionismo, pudo ocultar desde el primer momento su entusiasmo por la guerra frente al rechazo que ésta suscitó en otros pensadores judíos como Walter Benjamin, Georg Lukács o Gershom Scholem. Y sólo el trabajo de convencimiento de su amigo anarquista Gustav Landauer logró hacerle cambiar de opinión dos años después del estallido de las hostilidades.