Unos cardan la lana y otros crían la fama. Me ha venido a la mente ese viejo refrán castellano con la lectura de un libro que se publicó aquí hace ya unos pocos años pero que acabo de descubrir gracias a un amigo.

Se trata de "Contrahistoria del liberalismo", del historiador de la filosofía italiano Domenico Losurdo (Ed. El Viejo Topo), y es un título absolutamente recomendable en una época en la que, tras el repliegue de las ideologías de izquierda, el liberalismo parece gozar de la mejor fama.

Con una apabullante profusión de citas, no solo de los filósofos y políticos más famosos identificados con esa doctrina, sino también de numerosas figuras menores, el profesor Losurdo saca a la luz las paradojas, hipocresías y contradicciones en que incurrieron sus practicantes y propagandistas.

Contradicciones que comenzaron con la propia revolución inglesa, la llamada Gloriosa, auténtico golpe de Estado parlamentario que, como señaló ya en su día Carlos Marx, sirvió para legalizar el traspaso de los bienes comunales a los grandes terratenientes y perseguir de paso a sangre y fuego a pobres y vagabundos.

Paradojas que continuaron al otro lado del Atlántico con la rebelión de los colonos americanos contra Inglaterra, que tuvo también dos caras: por un lado fue una revolución de emancipación política, pero al mismo tiempo puede considerarse, y fue vista así por muchos contemporáneos, como una rebelión reaccionaria de los colonos blancos propietarios de esclavos que solo pretendían conservar su propiedad.

Conforme Estados Unidos continuó su expansión hacia el Sur y arrebató Texas y otras tierras a México introdujo en ellas la esclavitud mientras en California, conquistada también a sus vecinos sureños, sometió a trabajos forzados a aquellos indios a los que no había aún exterminado.

El autor de "La Democracia en América", Alexis de Tocqueville, que representa el punto más alto de la tradición liberal europea, vio con lucidez cómo a medida que la civilización europea expandía el área de libertad, esa misma libertad implicaba la paulatina extinción de las razas consideradas inferiores.

Thomas Jefferson, propietario él mismo de esclavos como otros presidentes y vicepresidentes de Estados Unidos, o Benjamin Franklin, no pudieron por menos de ironizar sobre los sermones moralizantes antiesclavistas que salían de algunos círculos en Inglaterra cuando este país estaba profundamente implicado en la trata de esclavos.

Como lo había estado Holanda, la república que se había rebelado contra la España opresora de Felipe II y donde había tomado el poder una oligarquía burguesa, tolerante y liberal, pero que no le hacía ascos al negocio del esclavismo.

De hecho, los holandeses llegaron a tener en él un claro predominio hasta verse superados por los ingleses de la Royal African Company, de la que por cierto era accionista el gran filósofo liberal John Locke.

Otro gran liberal, John Stuart Mill, justificaba a su vez el despotismo ejercido por Occidente sobre las "razas inferiores", a las que se consideraba menores de edad y obligadas a la más absoluta obediencia.

Los países clásicos de tradición liberal como Gran Bretaña y Holanda, donde, como señala Losurdo, dejó huella más profunda a través del puritanismo el Antiguo Testamento, son también los que se identifican con el "pueblo elegido".

A partir de la Reforma, los ingleses se consideran el nuevo Israel, el pueblo investido por Dios de una misión universal y esa ideología y la conciencia de una misión superior se difunden luego con mayor radicalidad si cabe desde Estados Unidos.

Pero para los doctrinarios del liberalismo, las razas inferiores no eran solamente los negros africanos, comprados o vendidos como mercancía, o los pieles rojas de las praderas norteamericanas.

Los ingleses reservaron un trato casi similar a sus colonizados vecinos irlandeses. En esa isla estaba prohibido el mestizaje y se intentó por todos los medios obstaculizar el acceso de la población nativa a la instrucción para mantenerla en condiciones de pobreza y degradarla al rango de casta servil.

De hecho la colonización de la católica Irlanda iba a servirles de modelo para la posterior colonización de América.

A lo largo de varios siglos, el mercado liberal ha sido, escribe Losurdo, el lugar de "exclusión, de deshumanización y hasta de terror" no solo, como se ve, de los llamados "salvajes", sino también de los siervos blancos por contrato, condenados a una suerte no muy distinta en el fondo de la reservada a los esclavos negros.

El autor establece por otro lado una clara distinción entre los criollos de unas repúblicas como las latinoamericanas, que se constituyeron a partir de la lucha contra la monarquía española y adquirieron una nueva identidad social, política y étnica caracterizada por el mestizaje con los pueblos indígenas, y los colonos protestantes de América del Norte.

Estos se identificaron plenamente con el pueblo elegido que cruzó el Atlántico en pos de la conquista de la tierra prometida, que había que limpiar de sus habitantes originales sin dejarse contaminar en ningún momento por ellos.

Pero ya se sabe: una historiografía dominada por los anglosajones y ese instrumento de constante propaganda que es el cine de Hollywood han conseguido que mientras unos -sin que pretendamos tampoco ocultar sus crímenes- cardaban la lana, otros se llevaran la fama.