Los españoles encontraron con las autonomías una buena forma de organizar la diversidad territorial del país pero el sistema, gastado por tres décadas de funcionamiento, necesita reparaciones, como todo lo que envejece sin actualizarse ni adaptarse a los cambios. Los desequilibrios no surgen por descentralizar, ni la solución llegará de quienes, analizando el problema con simpleza, defienden la devolución de competencias al Estado. El desajuste proviene de algunas comunidades que no piensan en prestar el más eficiente servicio posible al ciudadano sino en construir virreinatos. En esa alocada pugna, tratar de enarbolar las balanzas fiscales como elemento determinante de la financiación es mezclar peras con manzanas, el último disparate.

Algunas autonomías dejaron de situar al ciudadano en el centro de sus preocupaciones para convertirse en veleidosos miniestados que enredan a la gente y hacen del agravio el eje de sus relaciones. La cuestión no es el modelo, sino en qué lo han convertido las megalómanas ínfulas de sus dirigentes. Ya lo dijo Azaña en un discurso a propósito de Cataluña: "Una cosa es el sistema político y otra la política del sistema". De políticas erradas, que no persiguen resolver cuestiones sino aumentar la confusión, tenemos un ejemplo en las balanzas fiscales, instrumentos para medir lo que los ciudadanos de un territorio tributan al Estado y lo que el Estado les devuelve. Hay varias formas de calcularlas. Ni los expertos se aclaran sobre la más idónea y el Gobierno central, de la mano de sus "sabios", intenta elaborar un modelo integrador contra el que no cesan las críticas.

El método de "carga-beneficio" imputa proporcionalmente los gastos a varias comunidades, no sólo a la que tiene radicado el servicio. Del Museo del Prado o de las autovías gallegas no disfrutan únicamente madrileños y gallegos. La fórmula del "flujo monetario" suma, en cambio, los fondos netos por región. Un centro cultural o un tendido férreo generan riqueza en su lugar de implantación. La volubilidad de las interpretaciones en uno y otro caso deja amplio margen a la subjetividad. Conviene no tomar, por tanto, las balanzas como verdad absoluta. El debate que a su amparo algunos archipámpanos intentan suscitar no puede resultar más egoísta: lo que reciben es poco y lo que entregan al resto, demasiado. Pretenden marear a la sociedad y movilizar sus instintos primarios contra el expolio. Para justificar cuánto merecen, caen en lo hilarante, valorando económicamente su contribución al bien común hasta por las garzas.

Usar las balanzas fiscales como piedra filosofal para la financiación sólo persigue extender sobre la población un velo de ignorancia y engañarla. Es una barbaridad, sostienen los especialistas, desmenuzar territorialmente los números públicos -las balanzas- para vincularlos con la aportación de los recursos imprescindibles a cada zona para las prestaciones básicas -la financiación-. Una autonomía que no puede mantener sus hospitales verá disparada al alza de manera artificial su balanza fiscal si de repente le construyen tres autopistas, y eso en nada aliviará su factura sanitaria.

Los derechos de los ciudadanos al disfrute de los servicios básicos son los mismos vivan donde vivan y tengan el saldo que tengan. Y la región que quiera atenciones extraordinarias, que las pague y afronte el trago de exigir impuestos adicionales a sus contribuyentes para ello. El sistema tiene que garantizar la igualdad, lo que no supone fomentar la pereza de las comunidades. Y cada una de ellas debe esforzarse por contribuir con lo máximo posible al bienestar general del país. Si queremos recuperar el buen sentido en la polémica territorial habría que extender estos principios, estimulando a los aplicados en la tarea e invirtiendo la actual espiral de recelo y desconfianza.

La postura de la Xunta es conocida. Sostiene que la financiación actual es insuficiente porque no llega para pagar la sanidad, la educación y los servicios sociales de los gallegos. Y reclama que la densidad de población, la extensión del territorio y el envejecimiento tengan mucho más peso en el reparto.

Cualquier Gobierno, hasta el de la Generalitat catalana, ejerce un papel redistribuidor de la riqueza, y transfiere fondos de las áreas prósperas a las menos favorecidas. En Alemania, los länder inundados con ayudas revirtieron su pobreza y acabaron progresando. En España, después de 35 años de nivelación, las regiones desfavorecidas siguen siendo las mismas. Ahí está el fallo y es lo que habrá que remediar con soluciones justas e inteligentes.

La pugna por la nueva financiación acaba de desatarse y ya figura planteada en los viejos términos, los de los "extractores autonómicos" de rentas. Todas las regiones quieren más dinero, no se sabe para qué, y ninguna apela para sostener su reivindicación a mejorar la vida de los ciudadanos, enzarzándose, en cambio, en dimes y diretes sobre fueros falaces construidos exaltando bajas pasiones, falseando la historia o manipulando cuentas. Nadie admite tampoco haber malgastado un euro, aunque contamos con pruebas abrumadoras.

Urge, tras lo aprendido en la crisis, una refundación institucional para reconocer a quienes rinden -los que ahorran, tienen gasto comedido, no se endeudan y multiplican la eficacia de las inversiones- y sancionar a quienes derrochan. No tiene sentido reclamar un trozo mayor del pastel para poner en marcha "cheques-bebé" de hasta 1.400 euros de nulo rendimiento, como hizo hace unas semanas Extremadura, o para regar Andalucía de subsidios, con los falsos expedientes de regulación de empleo como guinda de la cultura del vegetar de balde.

El histórico líder catalanista Prat de la Riba, entrevistado por Azorín, declaraba en 1906 que España debía armonizar la coexistencia de grupos nacionales, étnicos y culturales con un Estado secular común. Un siglo largo después aún es asunto pendiente. Muchas disfunciones precisan corrección: las competencias superpuestas, un mecanismo de suficiencia que genera privilegios o el aberrante cupo vasco-navarro. No las superaremos a garrotazos o con cada cual llorando por lo suyo como único punto de partida para resolver este problema capital.