Causa vergüenza y -¿por qué no?- también estupor, si es que no estamos a estas alturas curados ya de espanto, la lectura diaria en la prensa de escándalos relacionados con fraudes al erario público.

Los protagonistas son políticos de todos los colores, sindicalistas y empresarios, individuos, pero también organizaciones que no parecen haber dudado un momento en sustraer en beneficio propio millones de euros destinados a ayudar a la gente a salir de su actual atolladero.

Ruboriza a todo aquel a quien le quede todavía algo de vergüenza pensar que ello haya ocurrido en un país como el nuestro con un índice pobreza infantil que lo distancia de la mayoría de los de nuestro entorno y con una tasa de paro que sería insoportable en pueblos con menos solidaridad dentro de las familias.

Hablan los medios de falsos cursos de formación, de ayudas y subvenciones concedidas sin que mediara concurso, de sobrecostes, de empresas expresamente creadas para captar esos fondos, de comisiones para los ERE que se repartieron a lo grande distintos intermediarios, y, claro está, de falta de facturas.

Se trataba en algunos casos de fondos concedidos sin control para ayudar a reciclarse a miles de trabajadores que se quedaron sin trabajo por culpa de la crisis, lo que hace que todo ello sea aún más vergonzoso.

Han ocurrido esos y otro tipo de abusos del dinero público en Andalucía, pero también en Madrid, en Valencia, en Cataluña y en no sé cuántos otros lugares porque ya se sabe que la ocasión -y parece haber habido muchas- hace al ladrón.

Sorprende en cualquier caso la osadía con la que actuaban todos: como si no temieran nada, acostumbrados como estaban a la falta de controles o a la complicidad de quienes debían ejercerlos y prefirieron mirar para otro lado tal vez porque ellos mismos salían también beneficiados.

Hablábamos aquí un tanto despectivamente de lo ocurrido en Grecia y en otros países de supuesta mentalidad balcánica, pero parece que no somos en el fondo muy diferentes.

No sé, aunque me imagino, lo que estarán pensando estos días en Bruselas y en otras capitales del Norte cuando lean las crónicas de sus corresponsales en España.

La justicia está resultando en cualquier caso desesperadamente lenta para la gravedad del problema.

Los partidos y sindicatos no deberían caer tampoco en la tentación de taparse unos a otros las vergüenzas. Ya no valen componendas.

Hay un fuerte olor a corrupción en todas partes y hace falta abrir de par en par las ventanas para que circule por fin el aire fresco. Nos va en ello la salud de nuestra democracia.