Está tan acostumbrada nuestra derecha a hacer y deshacer a su aire desde que, seducidos muchos votantes por la promesa de creación de empleo y generación de una riqueza al parecer imposible con un Gobierno de izquierdas, le dieron la mayoría absoluta en las urnas que parece temblar, ahora, ante la posibilidad de perderla en las próximas elecciones.

De perderla tanto en el Parlamento de la nación como en los de las distintas autonomías y en los miles de municipios donde gobierna desde entonces con un poder omnímodo y que, si sería perfectamente aceptable en otras latitudes de talante más liberal, en un país como el nuestro puede resultar avasallador.

Y ya empiezan los augures mediáticos en los que tanto abunda este país nuestro a advertir de ese peligro: que de pronto se produzca una sopa de letras de partidos de izquierda dispuestos a arrebatarle a la derecha aquello que parece corresponderle por derecho propio: el de mandar, que no es lo mismo que gobernar, en este país.

Y así esos opinadores, alguno de los cuales ha dirigido importantes periódicos y otros medios de comunicación, han aprovechado el aniversario de la proclamación de la Segunda República para recordarnos aquel funesto período de nuestra reciente historia. Lo mismo que hizo recientemente un cardenal de cuyo nombre no merece la pena acordarse.

Con una capacidad de manipulación que hará sonrojarse a cualquier desapasionado historiador nacional o extranjero, aunque no a algunos que se dedican entre nosotros espuriamente a esa disciplina, han llegado al extremo de culpar sólo a la Republica de la subsiguiente tragedia, exculpando así de paso a los militares sublevados.

Y es que por mucho que algunos de esos opinadores hablen a veces de "dictadura" para referirse al régimen de Francisco Franco, en el fondo lo están justificando por los desmanes que atribuyen a la anterior etapa, lo que explica la dificultad que tiene todavía hoy nuestra derecha para condenarlo sin paliativos como han hecho otros países con sus propias dictaduras.

Y para completar el panorama, como si no tuviéramos suficientes problemas con una economía que sólo despega para quienes están dispuestos a comprar a precio de saldo todo lo que está ahora en venta en nuestro país, se nos obliga a asistir diariamente al poco edificante espectáculo de una región próspera y antes tolerante dispuesta a romper amarras sin que parezca importarles los destrozos, tanto materiales como anímicos, que ello pueda generar.

Entre la insufrible cerrazón de unos gobernantes incapaces de reconocer la existencia de un problema y la irresponsable demagogia, mendaz e irracional, de otros, se está poniendo en peligro el bien que debería ser el más preciado: la convivencia y solidaridad de todos. Y en ese caso el peligro es bien real.