La parábola del hijo pródigo es una de las más hermosas de los Evangelios. También es una de las más ricas en significados. Cuando uno es joven se identifica con el hijo pródigo -¿a quién no le atrae la idea de dilapidar una herencia en compañía de pecadoras y disolutos?-, sobre todo porque sabe que cuando vuelva a casa va a ser bien recibido por su padre, que sacrificará un ternero bien cebado para él y ordenará a sus criados que hagan una fiesta con música y danzas.

Y cuando uno es adulto, sobre todo si tiene hijos, se identifica con el padre porque sabe que él también haría lo mismo con el hijo pródigo. El problema de esa parábola es el papel del hermano mayor, el que no abandonó la casa ni malgastó su parte de la herencia porque estuvo trabajando en el campo y obedeciendo a su padre. Este hermano se indigna cuando ve que el padre premia al hermano que lo ha perdido todo, cuando a él ni siquiera le ha regalado nunca un triste cabrito. Y la parábola termina cuando el padre le explica al hijo mayor que la fiesta era necesaria porque tenía un hijo perdido y ese hijo perdido ha regresado, y ese regreso era como tener un hijo muerto que hubiera resucitado.

La parábola termina sin decirnos si el hermano mayor -el diligente, el responsable, el ahorrativo- se conformaba con esta explicación o no. Suponemos que sí, claro está, porque la parábola tiene una intencionalidad teológica -Dios perdonará a todos los pecadores, por graves que hayan sido sus pecados-, pero si lo pensamos bien, podemos imaginar que ese hermano mayor sigue molesto porque no acaba de entender la injusticia que se está cometiendo con él. Sí, de acuerdo, el hermano menor -el irresponsable, el que ha malgastado todo su dinero- ha vuelto a la casa familiar, y eso es como si hubiera estado muerto y ahora hubiese resucitado, pero él sigue pensando que nadie le ha hecho justicia a su sentido de la responsabilidad. ¿De qué vale obedecer y comportarse razonablemente? ¿De qué vale trabajar en el campo, si la música y las danzas son para el hermano que nunca ha trabajado y que lo ha malgastado todo con "rameras y pecadoras"?

Me he acordado de la parábola del hijo pródigo cuando he leído dos historias que tienen cierta relación. Una hace referencia a una mujer que ocupaba una vivienda vacía tras haber sido desahuciada de su propia vivienda. Esa mujer tenía 38 años y no tenía pareja, pero estaba esperando un hijo a pesar de que ya tenía otros tres. La segunda historia es muy parecida: una mujer de 25 años, que vivía en un asentamiento chabolista y fue acusada de robar chatarra durante un programa de televisión (sí, la historia es así de absurda), y que ahora ha tenido que ingresar en la cárcel, tenía también tres hijos. ¡Tres hijos! Ya sabemos que se trata de personas que viven en unas condiciones pésimas, de modo que es muy difícil exigirles un mínimo de sensatez o de claridad mental, pero uno se pregunta por qué nadie de su entorno -sobre todo en los servicios sociales- les hizo ver que no estaban en condiciones de tener esos hijos. Uno o dos, vale, pero ¿y el tercero y el cuarto? Y sí, ya sé que es un tema muy delicado que afecta a nuestra libertad individual, pero creo que estas cosas se deberían tener en cuenta. Y voy a explicar por qué.

Por lo que veo, estas dos mujeres no han conseguido beneficiarse de ayudas o de beneficios sociales, al menos que se sepa. Pero en los casos en que sí pueden optar a esas ayudas, esas personas son las que salen beneficiadas por su mayor número de hijos o por sus condiciones de mayor riesgo de exclusión social. Y en cambio, hay personas de su mismo medio que han conseguido actuar con una cierta responsabilidad -no teniendo tantos hijos, no embarcándose en la compra de una vivienda porque sabían que no podían pagarla-, pero que a la larga no pueden beneficiarse de las ayudas sociales porque siempre van a parar a otras personas con mayores necesidades. Es decir, que la responsabilidad y la previsión, como en la parábola del hijo pródigo, no tienen ninguna recompensa. Y esta gente que actúa con sensatez acaba sintiéndose víctima de una situación que les parece doblemente ofensiva. Por arriba ven que los ricos y los poderosos tienen mil argucias para no pagar impuestos y escaquearse de sus responsabilidades, mientras que por abajo ven que siempre hay alguien que -por prejuicios o por superstición o por simple mala cabeza- siempre está peor que ellos y por tanto tiene más derecho a las ayudas sociales. Y por extensión, lo mismo puede decirse de la clase media. Que nadie se extrañe si su reacción es de rabia y resentimiento, como le pasaba al hermano mayor del hijo pródigo en la parábola de San Lucas.