Sofía: "Mis grandes decisiones siempre han nacido de pequeños gestos. De momentos sin importancia en los que una certeza se abre paso sin previo aviso y cierra la puerta a algo que creía inamovible. De fogonazos de lucidez que apagan fuegos fatuos. Por poner un ejemplo de algo que sólo me ha traído ventajas: dejé de fumar de un segundo para otro. A que suena admirable. Mis amigas, que fuman como si les fuera la vida en ello, sin darse cuenta de que es tristemente así, me envidian.

Me quité de encima ese absurdo vicio sin beneficio gracias a un espejo. Nada de parches ni hipnosis ni pastillas ni chicles. Un espejo. Ocurrió como quien no quiere la cosa, aunque la desease en el fondo de su ser con todas sus fuerzas: un día estaba esperando a mi desesperante exmarido en una cafetería del centro fumando el décimo cigarrillo del día (aún estaba permitido hacerlo) cuando levanté la vista de la última página del periódico y me vi reflejada en el cristal. No me vi más interesante ni más glamurosa por tener aquel pitillo entre los dedos, no me sentí más tranquila ni más segura de mí misma. Me vi... ridícula. Sí, ridícula con ese trozo de papel y tabaco en una mano y echando humo por mi boca. Y, como ocurría con el noventa por ciento de los pitillos que quemaba diariamente, ni siquiera era consciente de lo que estaba respirando. No había placer en ello. Ninguno. Era sólo un gesto mecánico, inconsciente, una esclavitud camuflada de goce, una libertad encadenada a un hábito que no me había planteado colgar nunca. Y dejé de fumar ese mismo día sin más remedio que aquella poderosa y avasalladora sensación de ridículo.

De aquella no existían los cigarrillos electrónicos pero tampoco los hubiera necesitado porque la sensación habría sido la misma: una mujer de mediana edad echando vapor por la boca con algo de mentira entre los dedos mientras imagina que es de verdad. Anda, como mi ex".