La Historia, esa vieja maestra, nos enseña lo inoportuno que puede resultar el juicio cuando se precipita ajeno al contraste de la verdad de los hechos y lo imprudente que resulta cuando el desconocimiento cabal de los acontecimientos aconseja únicamente hacer prevalecer como universal lo que no es más que una opinión, sin más recato que el ejercicio de una voluntad errada.

El fallecimiento del presidente Adolfo Suárez ha volcado sobre la opinión pública una sorprendente bibliografía "ad hoc", que va de la hagiografía a la sensata valoración de las muchas virtudes y no menos excepcionales méritos que alcanzó durante el difícil ejercicio de conducir al país, de la ley a la ley, a través del proceloso período de la Transición. Los más objetivos no callaron las debilidades del político, sus tropiezos e inconsistencias. Pero la inmensa mayoría reconoció su valor y audacia, su honradez y las dolorosas cicatrices que la soledad del poder suele depositar en quien lo ejerce.

Alguno, sin embargo, ha habido que mostró el feo rostro del oportunismo y de aquella temeraria terquedad que se deja llevar por "inconsiderables fantasías". Algún libro, perpetrado a la sombra de la espera por el fatal desenlace, ha saltado al ruedo con todos los ingredientes del escándalo y del ventajismo más desconsiderado con la premeditada intención de ser convertido en efímero súper venta de circunstancia, que añade al episodio la sordidez de un precipitado afán de economía doméstica.

Por más desafortunada que fuera, Pilar Urbano tenía todo el derecho de expresar su opinión sobre la figura del presidente Suárez y de los que en su entorno debieron afrontar el fatídico 23F. Pero lo que a todas luces es rechazable ha sido el desenfado provocador que ha usurpado la voz de los protagonistas, poniendo en sus labios diálogos y presunciones que ni siquiera soportan la apariencia de verdaderos, comunes en la novela histórica.

Lo grave de esta desafiante ficción es que proviene de una periodista de larga experiencia, merodeadora habitual de los márgenes del poder y presumiblemente consciente de las zancadillas que pone a las más altas instancias de nuestro ordenamiento constitucional.

No, hay cosas con las que no se juega. Una de ellas es la estabilidad y el decoro del régimen de monarquía parlamentaria que entre todos nos hemos dado.