Soplan enrarecidos los vientos en Madrid tras las discutibles revelaciones sobre el 23F de la veterana periodista Pilar Urbano. Bajo el cielo esmaltado, azul y frío de la capital resuenan los ecos de los funerales de Estado por Adolfo Suárez y de la homilía en clave política del cardenal Rouco -a quien Rajoy, dicen, no traga y a quien no ha recibido en dos años de legislatura- y todo ello con unas elecciones europeas a la vuelta de la esquina y la economía iniciando un tímido repunte. Política de segundo plano -piensan en La Moncloa-: ningún paso en falso y silencios largos, a la espera de que la recuperación económica anime a los votantes del PP -inflación congelada, repentino dinamismo en la contratación laboral, el PIB apuntando al alza...-. Uno de los indicadores clave del interés que despierta nuestro país es el desembarco de grandes fondos internacionales en busca de saldos inmobiliarios. "El Mediterráneo no se ha comido a España", titulaba hace unos días "The Wall Street Journal". Las sorpresas serán positivas, anuncian los fontaneros del Gobierno: los impuestos van a bajar, vuelven los moscosos, las constantes vitales del déficit se estabilizan casi sin esfuerzo añadido, se empieza a crear empleo neto... Política conductista, primero el palo para después ofrecer la zanahoria, siempre sujeta al férreo patrón que dicta Merkel. Ha pasado ya la época en que Felipe González peroraba sobre la construcción europea, Aznar se asociaba a Washington y Zapatero impulsaba la Alianza de Civilizaciones. ¿Una España ensimismada? No exactamente. Más bien la etapa de Rajoy refleja las consecuencias de un país que ha perdido gran parte de su autonomía debido a la asfixia financiera y al endeudamiento masivo. En 2012, el rescate parecía inminente pero la pinza con Francia e Italia nos salvó. Desde entonces mejor no llamar la atención, hacer los deberes y torear el temporal. Tras siete años de crisis, España se ha visto obligada a una reestructuración durísima que ha llegado a poner en tela de juicio el funcionamiento de las principales instituciones del Estado.

Obsesiva en su quehacer, Pilar Urbano lleva tiempo empeñada en ofrecer una particular relectura de nuestra Historia reciente. La Reina, el Rey, Baltasar Garzón.., la periodista acumula libros como quien ordena fichas bibliográficas o reúne dosieres secretos. La pregunta no es ahora por qué Suárez -su última investigación-, sino por qué en este momento y en las presentes circunstancias. Las biografías que escribe Urbano se caracterizan por el oportunismo del best seller y por la capacidad polifacética del diletante, dos reglas de oro para asegurar ventas pero no necesariamente rigor. De nuevo la Transición, de nuevo la Casa Real, quizás de nuevo la Constitución, con Cataluña al fondo y el sarampión electoral. Por supuesto, la publicación de este libro no es casual. Soplan vientos enrarecidos en Madrid, decía al principio.

Desde hace tiempo, algunas elites financieras y políticas sostienen la necesidad de una segunda transición que exigiría la abdicación del Rey en su hijo, don Felipe. Nuevo monarca, nueva Constitución, nuevas Cortes, nuevo inicio. Adaptarse a la coyuntura con la figura del heredero de la Corona, quien debería ganarse -como hizo su padre- a los españoles. Retoques formales, diríamos, que disuelvan los riesgos de implosión. No parece que sea esta la lectura que hace Rajoy -maestro en el arte de la espera- ni tampoco Rubalcaba, consciente de que con una transición en la vida es suficiente. Un hecho se anuda al otro: el libro de Urbano y los intereses de los partidarios de la abdicación. La Zarzuela mira pero no opina. Al menos, públicamente. Una de las virtudes de la monarquía parlamentaria es que se mantiene al margen de las disputas partidistas. Y eso supone también que no se deja manipular.